Historias

La vida fragmentada de un padre bipolar

Por: SoHo

Síntomas psicóticos, paranoia, alucinaciones y tres hijos que cuidar: Jorge Noriega cuenta cómo ha sido para él y su familia convivir casi veinte años con la enfermedad mental.

Mi realidad y la de mi familia se empezó a distorsionar en 1998. Comencé a tener fuertes dolores de cabeza, me volví irritable y mantenía atontado por el Tryptanol, una de las muchas drogas que me medicaron. Tuve problemas en mi trabajo y renuncié. Pero fue en el año 2000 cuando la vida nos cambió radicalmente. Un día entraba un destello de luz muy brillante y enceguecedor al altillo de nuestra casa. Me levanté y armé una especie de ritual con Gloria (quien en ese momento era mi esposa) y con Carolina, Ana María y Juan Sebastián, mis hijos. Lo siguiente que recuerdo es que ellos estaban llorando. Realmente no sé qué pasó. Tampoco me he atrevido a preguntarles sobre ese episodio porque supongo que fue algo traumático e incómodo. Aquel día supe que estaba completamente chiflado.

Soy Jorge Noriega, ingeniero civil de la Universidad Nacional de Colombia, especialista en mercados de la Universidad de los Andes, autodidacta en mecánica automotriz, fotografía y carpintería. Desde que tengo 50 años hago parte de los más de dos millones de personas que sufren de trastorno bipolar en Colombia y de los 60 millones con esta condición en el mundo. Padezco, también, trastorno psicoafectivo y durante los primeros años de este milenio viví fuertes crisis de manía, depresión profunda, paranoia y alucinaciones místicas o espirituales.

Pasé de trabajar en importantes empresas del sector de la construcción, de estar activo de 6:00 a.m. a 10:00 p.m., de ser un papá pendiente de mis niños, de ir los sábados al club y los domingos a misa, de comer con mi familia todos los días, a no ser capaz de levantarme de la cama, ni de responder preguntas corrientes en una entrevista de trabajo, ni de tener una relación con mis hijos o siquiera estar enterado de sus vidas.

De 2000 a 2003 fueron años difíciles. Nos tocó vender nuestra casa de cinco pisos, los carros, dejar los viajes a un lado. A la par, mi situación empeoraba. Uno se va deprimiendo, deprimiendo, deprimiendo. Lentamente. Me acuerdo de que por esos días Gloria intentó buscar ayuda en Sanitas, pero siempre le negaron las citas. En esa época yo ya estaba experimentando delirios como pensar que podía embarazar a todas las mujeres del mundo y entregar todo el dinero de la billetera mientras recogían el diezmo en la iglesia. También creía que el novio de mi hija Ana María era el diablo y que, para espantarlo, debía poner biblias en toda la casa. Ni ella ni los demás, creo yo, se dieron cuenta de todo lo que pasaba por mi cabeza y que me llevaba a hacer cosas extrañas.

Un día Gloria y yo fuimos a almorzar donde unos amigos muy cercanos. La hija de ellos llegó a la mesa diciendo que se acababa de separar. Tras escucharla, empecé a llorar, parece que me dio un conflicto brutal porque en ese momento entendía el divorcio como un pecado. En todo caso, me sentí muy mal y bajé corriendo al parque a darle vueltas, Gloria bajó también y le dimos muchas vueltas a ese parque, juntos. Paré de caminar, levanté la mirada y justo ahí el sol dio un destello rarísimo, de pronto los pájaros empezaron a cantar y a revolotear, y el viento pasaba y soplaba muy suave. ¡Uy! Eso fue bellísimo y muy raro. Era como si el sol se apagara y se prendiera en ese instante. Fue un éxtasis brutal. En ese momento llegó otra vez la paz a mí. Es muy rara la sensibilidad que estas condiciones despiertan en uno.

Gloria y yo tuvimos un tiempo en el que rezábamos el rosario todo el día, visitamos monjas, sacerdotes, brujas, exorcistas, curanderos y mormones; estuve internado en clínicas psiquiátricas aproximadamente cinco veces. Para ese momento, Carolina ya se había ido de la casa, Ana María estaba en la universidad y Juan Sebastián tenía unos 10 años. Ninguno me fue a visitar en mis largas estadías en esos centros. Comencé a distanciarme de mis hijos por las mismas complicaciones de esa situación que todavía no entendíamos.

A raíz de estos trastornos y de que dejé de trabajar ya no tuve cómo pagarle la universidad a Ana María. Entonces a ella le tocó trabajar en Andrés Carne de Res. Recuerdo, más o menos, que llegaba a la 1:00 a.m. y a las 5:00 a.m. ya se estaba organizando para salir a estudiar. Me acuerdo de que eventualmente la llevé a trabajar, pero a mí eso me partía el alma. Es muy duro no poder cumplir con las obligaciones de uno. Y mi relación con Juan Sebastián esos años no la tengo presente. No conservo tantos recuerdos.

En 2003 conocí la Asociación de Bipolares de Bogotá y empecé a entender qué me estaba pasando. Tomé las riendas de mi recuperación y eso a Gloria, siento, le disgustó. Terminamos separándonos y ellos se fueron de la casa en 2005. En ese momento Carolina, que ya trabajaba, se encargó junto con su esposo de todos los gastos de Juan Sebastián. A raíz de eso me desentendí completamente de mis hijos. Nunca los vi ni supe de ellos por varios años. El distanciamiento fue muy fuerte, pero a mí no me preocupó porque en ese año ya tenía claro que me iba a recuperar.

¿Cómo sobreviví? ¡De milagro! Les pedí plata prestada a mis hermanas, una amiga me invitaba a almorzar y un vecino me llevaba todos los días a montar bicicleta. Me quedé en la casa sin pagar arriendo, los servicios no tengo ni idea, creo que fue Carolina la que también pagó eso. En vista de que yo no pagaba, creo que ella lo hizo.

En 2008 alcancé una tranquilidad brutal y busqué ayuda con la ONG Acción 13 para resolver los problemas con mi familia. Recobré la relación con ellos. Volví a recoger al niño para almorzar y llevarlo a jugar fútbol los fines de semana y le enseñé a manejar un poco. Luego, le dije que viviera conmigo, que me encargaría de él y, gracias al dinero de la pensión, también de su universidad. Hoy seguimos viviendo juntos.

Fue muy duro, pero mis hijos nunca me reprocharon absolutamente nada. De alguna manera supieron asumir el rol que en ese momento tocaba, y no sé cómo lo hicieron. Este tema no se ha tocado mucho entre nosotros, pero parece que, aunque mi condición y mis crisis en la época más dura no les dejaron a mis hijos tantas secuelas, las niñas sí fueron alguna vez al psicólogo. Ahora, pese a todo, agradezco no ser un problema para mis hijos ni para sus familias. Eso es una bendición y más agradecido no puedo estar. Sí creo que Dios conmigo ha sido el man más generoso, no me puedo quejar. Ahora, desde que no tenga dolor de cabeza, paso tiempo no solo con mis hijos, sino con mis nietos, que son mi adoración.

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