2. Un cantor descalzo en la ventana marroncita
Patricia Acosta contaba trece años cuando conoció a aquel muchacho descalzo que cargaba en la cabeza una palangana repleta de guineos maduros. Lo primero que pensó fue que se trataba con toda seguridad del muchacho más feo del mundo: esquelético, mal trajeado, percudido. Tenía un ojo chueco que a veces parecía abierto y a veces cerrado, y una greña horrible adherida a la frente sudorosa. Resultaba imposible, además, estar frente a él sin examinar su nariz ancha de orificios demasiado abiertos. Cuando el chico notó que ella lo estaba mirando, sonrió. Entonces fue el acabose: además de todas las calamidades anteriores, le faltaba un diente.
Patricia siguió mirándolo hasta cuando dobló por la esquina. Tan pronto como lo perdió de vista corrió a averiguar quién era.
—Ese es Diomedes Díaz —le dijo su mejor amiga.
—Yo nunca lo había visto en La Junta.
—Lo que pasa es que él es de Carrizal. Esa misma tarde Patricia siguió indagando por la vida del pequeño vendedor callejero. Así supo que era hijo de Elvira Maestre, una artesana que elaboraba mochilas de fique. Su padre, Rafael Díaz, era uno de los ordeñadores de la hacienda El Higuerón. A Patricia le llamó la atención el hecho de que todas las personas que le entregaban información se refirieran, invariablemente, a la pobreza de la familia.
—Son tan pobres —le dijo una tía suya— que a veces demoran hasta dos días seguidos sin cocinar y el fogón frío se les inunda de lagartijas.
Los informantes de Patricia coincidían en que el tal Diomedes trabajaba como adulto: madrugaba para auxiliar a su padre en los deberes del monte, ayudaba a su madre a tejer las mochilas, le colaboraba a un tío que sacrificaba chivos, y además vendía guineos y arepitas de queso. Lo que nadie contaba era por qué el muchacho tenía el ojo contrahecho, justamente el misterio que más la intranquilizaba. Para despejar la incógnita decidió consultar a su primo Luis Alfredo Sierra, afamado en La Junta por su condición de chismoso. Luis Alfredo le dio un reporte completísimo. Dos años atrás, cuando Diomedes vivía en Villanueva, se fue una tarde con su hermano Rafael y con un amigo a coger mangos en una huerta del pueblo. El único de los tres niños que se animó a subir a la copa del árbol fue Diomedes. Rafael consiguió una caña larga con horqueta para jalar los racimos. El amigo dijo que prefería tumbar los mangos con su honda. De pronto, Diomedes empezó a gritar que acababa de descubrir el gajo más bonito de todos. Ahí mismo dio un salto con el fin de alcanzarlo. Fue entonces cuando una de las piedras lanzadas desde abajo por su amigo se estrelló contra su ojo derecho. Diomedes cayó de bruces con el rostro bañado en sangre. Y si sobrevivió para echar el cuento fue gracias a que el piso se encontraba tapizado de hojas secas.
En los siguientes encuentros casuales Patricia tuvo la impresión de que el muchacho se iba volviendo cada vez más feo. Pero mientras más espantoso lo veía, más curiosidad sentía por él. Buscaba información en un lado, buscaba información en el otro. Una tarde su mejor amiga la encaró: ¿no sería que "el pelaíto horrible" la tenía flechada? Si acaso fuera así, más le valdría que se olvidara inmediatamente del asunto: ese muchachito, además de parecerse a un oso hormiguero, vivía apretujado con un montón de hermanos en una casucha de las afueras de La Junta. Ella, en cambio, era una niña del centro, una niña del barrio La Ribería, una niña de familia acomodada. La tía que le había contado la historia del fogón invadido de lagartijas también intentó desilusionarla: el papá del muchacho —le dijo— era hijo de un forastero de apellido Cataño que se negó a reconocerlo. Así que, para colmo de desdichas, el tal Diomedes descendía de un hombre bastardo. Su apellido no debería ser Díaz sino Cataño.
Por aquella época las familias pudientes de La Junta enviaban a sus hijos adolescentes a cursar el bachillerato como internos en colegios de las grandes capitales del país. A Patricia la mandaron para Bucaramanga. Durante los primeros días pensó en el muchacho. Hasta deseó tener dinero de sobra para costearle el montaje del diente que le faltaba. O para comprarle, siquiera, un buen par de zapatos. Después se zambulló en su rutina de estudios y se olvidó de él. Volvió a La Junta en las vacaciones de diciembre. Tan pronto como descargó las maletas salió apresurada en busca de sus amigos. El parque principal se encontraba atestado de estudiantes que vivían por fuera, como ella, y estaban de regreso en el pueblo pasando las navidades. En una de las esquinas había un conjunto vallenato. Patricia se abrió paso entre la turba porque necesitaba curiosear. Lo que vio la dejó perpleja: el cantante del conjunto era el muchacho feo. Jamás se hubiera imaginado algo así, por Dios. ¿A qué horas el chico apocado que ella conocía, el de los pies desnudos y la palangana de guineos en la cabeza, se había transformado en este cantante que transpiraba autosuficiencia y tenía a la multitud deslumbrada? Cantaba a viva voz, sin micrófono, utilizando unos gestos ampulosos ajenos al folclor vallenato. Los juglares de aquellas tierras eran campesinos de manos callosas que entonaban sus canciones mientras ejecutaban el acordeón, y nunca acudían a mímicas estrafalarias en sus presentaciones públicas. Podían emborracharse como una cuba pero siempre se mantenían bien puestos en sus sitios: austeros, estrictos, como si la música fuera uno más de sus quehaceres en el monte. El tal Diomedes, en cambio, se excedía en ademanes teatrales: entrecerraba los ojos, ladeaba la cabeza, caminaba de un extremo al otro. Además, se ponía las manos en el pecho con las palmas para arriba y los dedos apuntando hacia el público. Todos esos movimientos estrambóticos le conferían un aire de superioridad que no se compadecía con la imagen de fracasado que Patricia tenía de él. El chico había mejorado, sin duda. Todavía le faltaba el diente, claro, pero ya por lo menos no andaba descalzo: llevaba unas chanclas hechas con neumáticos viejos.
Cuando el tal Diomedes descubrió a Patricia entre el público la convirtió en el motivo único de su canto. Le dijo en versos que ella era la flor más linda de La Guajira, que su cabello era tan hermoso como la mata de calaguala y que quería regalarle una serenata. Mientras cantaba, caminaba frente a ella como el pavo real que arrastra el ala alrededor de su hembra. De manera inesperada, Patricia pasó a ser el epicentro de la reunión. Se sintió incómoda, abochornada. Como le resultaba imposible soportar tantos ojos fisgones, decidió marcharse. En el camino tuvo sentimientos encontrados: odió al muchacho feo porque la hizo avergonzar ante el gentío, odió a la multitud porque la intimidó con su mirada indiscreta, se odió a sí misma porque fue incapaz de controlar sus prejuicios. Pero también advirtió que se encontraba contenta. El muchacho que tanto interés le había despertado podría ser el más pobre del planeta, pero no era ningún mequetrefe, definitivamente. Al contrario, era una criatura tocada por un don especial. Cantaba bastante bien, se desenvolvía con gracia, llamaba la atención. Y además acababa de clavarle una flecha mortal en todo el centro de su vanidad de mujer al señalarla en público como su musa. Antes de dormirse aquella noche pensó en un detalle que se le antojó paradójico: el muchacho que le acarició el alma con sus piropos cantados nunca le había dirigido la palabra. No le había dicho siquiera un "buenos días".
Al otro día Patricia se sentó en una mecedora a tomar la fresca de la tarde. Casi en seguida apareció el muchacho. La misma palangana de siempre en la cabeza, la misma camisa ancha que le bailaba en el cuerpo. Lo único nuevo era una grabadora grande que llevaba en el hombro. Justo cuando le pasó por el frente se escuchó una canción que ella desconocía, hecha por un enamorado que le ofrecía una serenata a su amada. Al día siguiente se repitió la escena: Patricia se sentó en la terraza y el muchacho desfiló frente a ella con la grabadora en el hombro. Sonó la canción del galán que prometía la serenata. El muchacho pasó una tarde, dos tardes, tres tardes más, siguió pasando las tardes siguientes, y así la cita vespertina se volvió un pacto sagrado. De tanto oír la canción, Patricia se aprendió de memoria los dos primeros párrafos. Se trataba del paseo Amor de quinceañera, interpretado por Jorge Oñate:
Hago este paseo para una niña muy querida
Y que de veras esa mujer se lo merece
Y le pido que siempre tenga presente
Que adonde vaya por mí será perseguida.
Y le pongo serenata
Cada vez que se me antoje
En la ventana e‘ su casa
Pa que se sienta conforme.
Un mediodía Patricia fue abordada en la calle por un niño que se parecía muchísimo al muchacho feo. Caramba, caramba, ¿sería que empezaba a desvariar y a ver por todas partes al chico que le quitaba el sueño? La duda le duró pocos segundos, pues el niño habló de una vez. Dijo que su nombre era Juan Manuel Díaz pero que todo el mundo le llamaba ‘el Cancu‘. Estaba allí porque Diomedes, su hermano mayor, le había mandado a ella un papelito. A continuación le entregó el recado y le pidió que lo leyera en seguida, ya que su hermano necesitaba una respuesta inmediata. Lo que el remitente proponía —sin rodeos, sin arandelas— era una cita a las cinco de la tarde en las afueras del pueblo. Patricia contestó que sí en el acto, no porque estuviera decidida sino porque le apenaba hacer esperar al mensajero. El caso es que cuando comenzó a acicalarse para asistir al encuentro se sintió vencida por el miedo.
El paso que iba a dar era supremamente temerario. Su padre, Pedro Ángel Acosta, más conocido en la comarca con el sobrenombre de ‘el Negro‘, era un machote robusto capaz de intimidar al más valiente con una simple mirada. Guajiro de pura cepa, de los de antes: machista, dominante, libertino con las hijas ajenas y puritano con las propias. Había educado a sus nueve hijos bajo los mismos principios severos con los cuales lo formaron a él. A los tres varones les enseñó a trabajar desde pequeños y a las seis mujeres les advirtió que por ninguna razón consentiría que anduvieran sueltas de madrina viviendo sus amoríos a escondidas en el primer recoveco que se les antojara. Les decía, mirándolas a todas a los ojos, que esas no son cosas de una mujer seria. Lo característico de la mujer seria es recibir en su casa al pretendiente. Mantenerse siempre bien puesta en su lugar para darle a entender al enamorado que no es ninguna aventurera de montes ni de callejones. De modo que cuando una hija suya se enamorara no tendría más alternativa que traer el novio a la casa. Pero eso sí: el tipo que pusiera un pie en la terraza tendría que fijar la fecha del matrimonio antes de terminar la primera visita.
Patricia tenía, pues, razones de sobra para estar asustada y a punto de cancelar la cita. A esas alturas juzgó pertinente oír la voz de una mujer de experiencia. La única que le inspiraba confianza era la empleada doméstica de su familia, una matrona que fumaba cigarrillos sin filtro con el cabo encendido dentro de la boca. Solo ella, de entre todas las mujeres mayores que consideró, sería capaz de guardarle el secreto. Además, se trataba de una señora que a sus sesenta años ya estaba por encima del bien y del mal. Seguramente sabría aconsejarla sobre la forma en que deben manejarse las calenturas del amor. La empleada la escuchó con atención, el rostro oculto en la humareda de su cigarro. Al final soltó el dictamen:
—Ay, mijita, cuando la vaca quiere verse con el toro, se ve con el toro. Y si no le dan permiso para salir por la puerta, rompe la cerca y se sale por el roto.
Era la clave que buscaba: si ella traía a Diomedes a la casa para presentarlo como su novio, desde luego que se lo rechazarían. De modo que le tocaba violar el código de honor de su padre para encontrarse con el muchacho en otro lado. Estaba claro que le negarían el permiso para salir por la puerta a verse con él. En consecuencia, su única opción era romper la cerca y escaparse por el roto. Así lo hizo esa tarde y las tardes siguientes. A los pocos días el noviazgo se volvió un tema de dominio público. Cuando ‘el Negro‘ Acosta se enteró, montó en cólera: la insultó, la encerró en su cuarto y le prohibió salir. A partir de ese momento Patricia empezó a comunicarse con Diomedes a través de papelitos. Los mensajeros eran ‘el Cancu‘, de parte de él, y la empleada doméstica, de parte de ella. Un día los novios cayeron en la cuenta de que en la habitación de Patricia había una ventana marrón que daba a la calle. Fue como si, de repente, los dos condenados hubieran descubierto que tenían en los bolsillos las llaves de la cárcel. Entonces Diomedes llegaba todas las madrugadas al pie de la ventana y ella se asomaba para atender sus visitas. Así conversaban, así se arrullaban y así se permitían hasta el lujo de besarse. Los amigos comunes de ambos murmuraban que a Diomedes se lo veía todas las mañanas con los barrotes de la ventana pintados en la frente.
Pasaba el tiempo. Patricia viajaba cada comienzo de año a Bucaramanga. Diomedes trabajaba en Valledupar como mensajero de Radio Guatapurí. Durante aquellos periodos de distanciamiento los dos enamorados se comunicaban a través de cartas. Cuando regresaban a La Junta en las vacaciones decembrinas, se encontraban a medianoche en la ventana de Patricia.
A lo largo de esos años de lejanía forzosa Diomedes mantuvo otros amoríos. Muchísimos. En 1976, cuando apenas contaba diecinueve años, ya era padre de dos hijas: Rosa Elvira y Malena Rocío. La primera fue producto de su relación con Bertha Mejía y la segunda, de su romance con Martina Sarmiento. Por aquellos días debutó en el mercado del disco. Meses atrás, en ese mismo año de 1976, Diomedes había participado en el concurso de canción inédita del Festival Vallenato, en el cual ocupó el tercer puesto con su paseo El hijo agradecido. En la sede del evento —la Plaza Alfonso López de Valledupar— conoció al rey vallenato de ese año en la categoría de acordeonero profesional, Náfer Durán. Varios personajes del folclor, entre ellos el compositor Félix Carrillo Hinojosa, estimaron que la unión de Diomedes con Náfer era "un suceso natural". El primero era un cantante anónimo en busca de oportunidades y el segundo un juglar notable, ya veterano, que durante los últimos años había dejado al margen la música para dedicarse por entero a la agricultura. A ambos les servía muchísimo juntarse y grabar: a Diomedes para darse a conocer y a Náfer para retornar después de una prolongada ausencia. El hecho de que los dos se hubieran destacado en aquel festival era un buen argumento comercial para producirles el disco. Así se lo expresó Carrillo a Rafael Mejía, delegado de la casa Codiscos. Antes de responder a la propuesta Mejía solicitó un casete que contuviera la voz de Diomedes Díaz. En cuanto lo oyó soltó el veredicto más descarnado:
—Canta mejor un pollo al horno.
Se necesitó el padrinazgo de muchas personas respetadas del vallenato, como el compositor Alonso Fernández Oñate, para que Mejía le brindara la oportunidad a Diomedes. El disco, en todo caso, fue un fracaso en ventas. Una de las canciones de ese primer álbum había sido compuesta por el propio Diomedes Díaz: El chanchullito. El título era una referencia velada a las artimañas que debían utilizar Patricia y él para vivir su idilio a pesar de la vigilancia exasperante de la familia de ella. En aquel momento la historia de los encuentros clandestinos en la ventana se conocía en todo el pueblo. Se decía que ‘el Negro‘ Acosta andaba a la expectativa para caerles por sorpresa a los dos tortolitos. La tercera estrofa de la canción se hacía eco de tales rumores:
Déjate de pendejá
debes de poné cuidao
que nos tienen vigilaos
aunque sea por no dejá
nos van a cogé pillaos
y a ti te pueden fregá.
En la cuarta estrofa Diomedes mataba dos pájaros de un solo tiro. Por un lado insistía en el recelo de la familia Acosta. Y por el otro intentaba tranquilizar a Patricia, quien dudaba de él debido a sus continuas infidelidades:
En tu casa están pendientes
le temen hasta a tu espejo
como los dos nos queremos
nos unimos prontamente
y si no nos mata una peste
nos vamo‘a morí de viejos.
Una noche Diomedes estimó que había llegado el momento de dar la cara como hombre ante la familia de Patricia. Que se enojara el que se enojara, que se desmayara quien quisiera desmayarse. Él necesitaba dejar claro que así escondieran a Patricia en el último rincón del mundo iba a luchar por ser su dueño. Se había pasado todo el día de juerga. Estaba envalentonado, acaso, por los efectos del licor. O acaso porque tenía conciencia de que empezaba a ser un cantante apreciado en la región y consideraba que esa circunstancia le permitía levantar el pecho ante cualquiera, ya que, al fin y al cabo, él no era menos que nadie. Así que en la madrugada llegó a la misma ventana de siempre, acompañado por sus compinches de parranda. La tropa cargaba una grabadora en la cual se hallaba cuadrada la canción que a Patricia más le gustaba: Rosa jardinera, interpretada por Jorge Oñate.
Hay grandes penas que hacen llorar a los hombres
a mí en la vida me ha tocado de pasarlas
fue cuando entonces se enlutaron mis canciones
hasta llegá a pensar que ya mi fuente se secaba
pero volvió el compositor que no cantaba
regando con sus canciones florecitas
hoy ya de nuevo se escucha en la madrugada
ese bullicio de un parrandero que grita.
Antes de que terminara la canción se encendieron las luces de la casa. Entonces salió Hernán, hermano de Patricia. Portaba un revólver y venía echando pestes a diestra y siniestra. Primero dirigió una mirada retadora a los responsables de la serenata, después hizo un disparo al aire. El enamorado y sus secuaces huyeron en estampida. Los vecinos se asomaron despavoridos por sus ventanas. Hubo estruendo, regaños, llanto. Al final volvió a reinar el silencio de la madrugada, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de los perros y el lamento de las cigarras.
A la mañana siguiente ‘el Negro‘ Acosta le cantó a Patricia la tabla de las nuevas prohibiciones: en adelante no podría abrir la ventana de su cuarto a ninguna hora, ni recibir la visita de sus amigas y ni siquiera ir a misa. Al tal Diomedes solo quería enviarle una advertencia: ojalá se atreviera a venir otra vez a su casa para enseñarle cuál es la fruta que purga al mono. En aquel momento los dos enamorados, como fieras en celo, decidieron jugarse sus restos: Diomedes consiguió un par de radioteléfonos de corto alcance, de esos conocidos con el nombre de walkie-talkies, unos aparatos que en aquella época eran muy codiciados por los niños como juguetes navideños. Se quedó con uno y le mandó el otro a Patricia. Así que todas las noches —ella atrincherada en su habitación y él parapetado en una esquina oscura cercana a la casa— la pareja se daba gusto conversando a sus anchas.
Diomedes volvió a grabar en 1977, acompañado por el acordeonero Elberto López, más conocido con el apodo de ‘el Debe‘. Ese segundo disco contenía un paseo compuesto por el cantante: Tres canciones.
Hágame el favor, compadre Debe
y en esa ventana marroncita
toque tres canciones bien bonitas
que a mí no me importa si se ofenden.
En ese momento la carrera musical de Diomedes se disparó. Patricia, como musa de la canción que jalonó las ventas del disco, era protagonista del feliz suceso. Resultaba apenas justo compartir con ella la bonanza que, al parecer, se avecinaba. Diomedes "se robó a la muchacha" —así se decía en La Junta por aquella época— y se puso a vivir con ella en unión libre. Se casaron en 1978, cuando él contaba veintiún años y ella veintidós. El día del matrimonio los dos enamorados se enteraron de un hecho que les causó mucha gracia: el éxito de Tres canciones había convertido la casa de la familia Acosta en un lugar de peregrinación. Los visitantes —turistas, periodistas, simples melómanos— se arrimaban a conocer "la ventana marroncita". Entonces Hernán, el hermano de Patricia, agarró otra rabieta y pintó de verde la ventana. Pero su gesto no impidió que la canción siguiera sonando, ni detuvo la romería de mirones, ni les amargó la luna de miel a los recién casados.
Un año después nació Rafael Santos, el mayor de los cuatro hijos de la pareja. La llegada del nieto enterneció al ‘Negro‘ Acosta. Aparte de declarar que estaba dispuesto a perdonarlos, fue en persona a buscarlos. De ese modo Patricia y Diomedes pudieron volver a la casa prohibida. Y durante tres días con sus noches recibieron las atenciones de toda la familia.
***
—¿Quieres que te diga una cosa? —me pregunta Patricia Acosta después de darle una nueva chupada a su segundo cigarro de la noche.
Estamos en su casa, ubicada en el barrio La Florida, de Valledupar. Es 24 de enero de 2007. Patricia expulsa el humo, calla unos segundos.
—Si hay una persona en el mundo que ha influido para bien en la vida de Diomedes Díaz, esa soy yo —agrega, jactanciosa, mientras se señala el pecho con la punta del dedo índice.
A continuación exhibe el inventario de sus contribuciones. Es que ella no solo le inspiró las canciones que lo lanzaron al estrellato, ¿oíste? También lo llenó de confianza al hacerle sentir que percibía en él algo especial, precisamente en el momento en que las demás personas lo veían apenas como un vendedor callejero que no tenía ni dónde caerse muerto. Ella fue su punto de apoyo en los malos tiempos. Le dio ánimo durante la época difícil de su primera grabación, cuando él viajaba de pueblo en pueblo con su compadre Joaquín Guillén, llevando en un carro prestado las cajas de discos que nadie le compraba. Lo respaldó al principio, cuando aún era desconocido y se decepcionaba porque algunos colegas ya consagrados lo despreciaban, tal y como ocurrió, por ejemplo, el día que quiso mostrarle una de sus canciones al cantante Armando Moscote y este se negó a recibirlo. Entonces ella lo alentó con una fórmula muy sencilla: le sobó la cabeza con la mano y le dijo: "Tranquilo, mi amor, que yo he visto arrastrarse por el suelo cocos más altos que ese, y tú vas a treparte en la cima sin necesidad de él". Después repitió el truco cuando lo encontró triste debido a que Jorge Oñate, un intérprete estupendo pero envidioso y deslenguado, andaba hablando mal de él. "Caramba, qué ironía más grande", le dijo, mientras le pasaba la mano redentora por el cabello, "él odiándote y tú enamorándome con sus discos. Si se ocupa tanto de ti debe ser porque está apurado con el peso tuyo encima".
Ella lo consoló, además, cuando ocurrió el accidente de tránsito que le segó la vida a su tío Martín Maestre, un compositor formidable que le enseñó las primeras nociones de rima y métrica. Como Diomedes iba manejando la camioneta en el momento del percance, se sentía culpable, no quería ni comer ni cantar. La moral se le quebró contra el piso y ella tuvo que recoger cada trocito para restaurársela. "Mira que para allá vamos todos, tu tío apenas se nos adelantó", y le acariciaba el pelo, "mira que tú has podido matarte también", y le acariciaba el pelo, "mira que tu tío se sentía orgulloso de ti porque llegaste adonde él quería que llegaras", y le acariciaba el pelo otra vez.
—¡Cómo le gustaba que lo pechicharan, Virgen del Carmen bendita! Parecía un niño chiquito.
Patricia respira profundo, aplasta la colilla de su cigarro contra el cenicero. Hace un rato, después de contarme la historia de las citas furtivas en la ventana marroncita, me entregó un viejo álbum de fotografías. Por eso puedo apreciarla ahora tal y como era en los tiempos en que Diomedes la cortejaba: piel de aceituna, caderas generosas, cabello frondoso. Busco las semejanzas entre la jovencita radiante de las fotos y la morena otoñal que está sentada a mi lado ayudándome a pasar las páginas del álbum. La más evidente de todas es la expresividad de los ojos. Son ojos que de pronto se ríen solos, con gracia, a menudo con burla, y al instante siguiente se tornan severos, como dispuestos a fulminar lo que se encuentre a su alcance. En este momento lucen tan risueños como en la fotografía que acabo de mirar, tomada en el patio del colegio cuarenta años atrás. Se iluminan aún más cuando, a continuación, le pregunto si la muchacha bonita que nos ha acompañado durante toda la tarde es pariente suya.
—Es sobrina mía. ¿No estás viendo que heredó esa belleza de la tía?
Y de inmediato suelta la carcajada.
—Esa es hija de Hernán, el que espantó a Diomedes con los disparos.
Tras una breve pausa adopta la expresión grave de hace unos minutos para hablar otra vez de la protección que le brindó a Diomedes durante el tiempo en que permanecieron unidos. Hay que analizar —advierte, enfática— quién era ella antes del matrimonio: una niña de su casa a la que nada le faltaba. Si renunció a las comodidades de su hogar para aferrarse a la pretina de un hombre pobre fue porque estaba enamorada. A ver cuántas de las mujeres que ha tenido Diomedes desde cuando se volvió famoso podrían asegurar lo mismo. Muchas de esas mujeres solo andan en busca de un beneficio material, ¿oíste? Jamás se sacrificarían por amor como lo hizo ella. Aparecen en el tiempo de la cosecha, no en el de la siembra. Además —y dicho sea sin el ánimo de ofender a nadie en particular—, ¿qué se puede esperar de esas mujeres que asisten a los conciertos vallenatos dispuestas a asediar al cantante de turno con el fin de llevárselo a la cama al final del baile? Ella, en cambio, mantiene la frente en alto porque todo el que la conoce sabe dónde la encontró Diomedes. Y definitivamente no fue en una fiesta pública, porque ella nunca ha sido una "bandida de caseta" sino una mujer criada en el seno de una familia con principios.
***
"Bandidas de caseta": las he oído mencionar muchas veces a lo largo de mis entrevistas con los personajes. El primero que las nombró fue Joaquín Guillén, en un momento en el cual quería descalificar a una mujer que dañó su relación de trabajo con Diomedes. "Esa no es más que una vulgar bandida de caseta", dijo, con el rostro endurecido por el rencor. En seguida agregó: "a esas mujeres nosotros también las llamamos caseteras".
Caseta es el nombre que se le da en la Costa Caribe de Colombia al lugar en el que se lleva a cabo el baile. Por lo general es un corralón rectangular construido al aire libre con caña brava y techo de zinc. En principio el vallenato era un folclor eminentemente rural: las historias que narraba —El cantor de Fonseca, La custodia de Badillo, La ceiba de Villanueva— estaban ambientadas en los pueblos; sus trovadores más importantes eran nativos de los pueblos: Luis Enrique Martínez, Alejandro Durán, Juancho Polo Valencia. Y la gente a la cual le gustaba era la gente de los pueblos. Se trataba de una música silvestre: coplas de labranza improvisadas por los jornaleros mientras cumplían su faena. Por tal razón, durante mucho tiempo persistió la costumbre de interpretar las canciones en forma natural, sin ningún tipo de ayuda tecnológica. Nada de amplificaciones eléctricas ni de micrófonos. Aquellos juglares primitivos, segregados por las clases pudientes de la región, solo podían expresarse a sus anchas en los espacios marginales. En el traspatio, por ejemplo. O en los montes apartados. De modo que cantando a capela lograban hacerse oír sin problemas en su reducido círculo de devotos.
Cuando empezó el auge de los conjuntos modernos, a mediados de los años setenta, decayó la figura del juglar-centauro, es decir, aquel rapsoda que era mitad cantor y mitad intérprete del acordeón. El cantante se independizó del acordeonero. Y surgieron entonces los grandes vocalistas: Jorge Oñate, Poncho Zuleta, Diomedes Díaz. Entonces el vallenato adquirió estatus: pasó de los arrabales a los sectores distinguidos, de los guetos a la gran masa. La transformación planteó dos nuevas exigencias: aumentar la cobertura del sonido y conseguir zonas amplias donde pudieran congregarse los seguidores. Pero en aquella región de costumbres feudales, rezagada aún, no había escenarios apropiados para realizar espectáculos públicos. Así que la solución práctica fueron las casetas. Fáciles de armar y de desarmar, parecían ajustadas al comportamiento depredador que caracteriza a las muchedumbres enfiestadas. Y como si fuera poco, eran baratas. Si la caseta terminaba destrozada por vándalos o pulverizada por un ventarrón, el dueño no quedaba en la ruina, pues tan solo perdía una barraca de lata y madera.
Existe la "fiebre de la fiesta" así como en el pasado existió la del oro. Su hábitat natural es la caseta, territorio de exploración que atrae su propia legión de buscadores: fritangueras, expendedores de licor, minoristas de cigarros, traficantes de discos piratas, ruleteros de feria, saltimbanquis, vagabundos empedernidos, vendedores de bisuterías, representantes de artistas, acordeoneros en ciernes, pichones de cantante, diletantes de la música, parranderos consuetudinarios, parejas de enamorados, millonarios recientes, donjuanes a la caza. Todos ellos persiguen su propio dividendo, grande o pequeño, en medio de este maremágnum. En algunos casos se trata de dinero; en otros, de diversión. En la "fiebre de la fiesta" cada quien obtiene el botín que puede. Lo saben de sobra "las caseteras", esas mujeres que deambulan de caseta en caseta dispuestas a vivir una aventura con el cantante de turno o, por lo menos, con uno de los músicos de su conjunto. Según Jesualdo Ustáriz, quien durante muchos años se desempeñó como guacharaquero de Diomedes Díaz, "las bandidas de caseta se conocen a leguas".
—Andan a toda hora sin hombres al lado. Cada una de ellas llega sola o con dos chicas más que están en el mismo plan. Uno las identifica en seguida porque no se quedan en la pista de baile, donde están las mujeres que tienen sus compañeros, sino que se recuestan a la tarima y empiezan a insinuarse.
Son ellas —agrega Ustáriz, más conocido con el remoquete de ‘el Zurdo‘— las que por lo general se desnudan y le lanzan las prendas íntimas al cantante en señal de provocación. Este dato es confirmado por Joaquín Guillén.
—No te imaginas la cantidad de panties y brasieres que yo recogía de la tarima cuando trabajaba con Diomedes. ¡Jesucristo, muchacho! Una noche le dije: "Compadre, con ese pocotón de brasieres y panties que a usted le tiran en las casetas podríamos montar un almacén de ropa interior más grande que Leonisa".
"Las caseteras" son la versión vallenata de las famosas "groupies", esas mujeres atrevidas que se la pasan asediando a las estrellas del rock. No son melómanas apacibles a las que simplemente les interese disfrutar su música favorita sino admiradoras exaltadas prestas a correr riesgos. La recompensa a la que aspiran no es un autógrafo, ni un disco compacto de cortesía, ni una camiseta promocional del conjunto, sino una noche de cama con el cantante.
El abogado Manuel Páez, ex mánager de Diomedes Díaz, entrega más detalles sobre el modus operandi de "las caseteras". Cuando ya todas están apostadas frente a la tarima comienza un juego de miradas, de señales. Cada gesto es una promesa, cada movimiento del cuerpo es una invitación. Las más insolentes se desvisten, en parte para reafirmar sus intenciones y en parte para certificar que poseen los encantos suficientes como para ganarse el premio mayor. Las menos audaces siguen desplegando su repertorio de guiños sutiles. El cantante, allá arriba de la tarima, se mantiene alerta. Escruta el panorama, sopesa cada oferta. En cuanto decide cuál es la mujer con la que quiere amanecer se lo comunica a alguno de sus asistentes operativos. El empleado de marras debe acercarse disimuladamente a la elegida para informarle en qué hotel se aloja su jefe.
Cuando le pregunté a Manuel Páez qué pasa, entonces, con "las caseteras" que no se ganan la subasta, me respondió sin ruborizarse:
—Bueno, tú sabes que el artista es uno solo y no da abasto para complacerlas a todas. Las otras entienden eso y entonces se van con el guacharaquero, o con el cajero… con cualquiera de los otros músicos del conjunto.
Sentado en un taburete de cuero, bajo un árbol de mango en su casa de Valledupar, ‘el Zurdo‘ Ustáriz me dijo que entre los conjuntos vallenatos importantes no se consigue un solo músico que se haya mantenido al margen de "las caseteras". Como nadie está libre de pecado —agregó, sonriente— nadie podría lanzar la primera piedra. Luego le dio una chupada a su cigarrillo. Expulsó una densa bocanada de humo y dirigió la mirada hacia el fondo del patio, donde un gallo jabado picoteaba las hojas secas desperdigadas por el suelo. Si de repente apareciera un asesino —dijo entonces— decidido a ajusticiar a los músicos que se hubieran acostado con "las caseteras", seguramente habría una mortandad.
—Nos barrerían a todos, compadre, a todos, y los conjuntos se quedarían vacíos.
A renglón seguido ‘el Zurdo‘ señaló que determinar cuántas amantes ocasionales pasan por el catre de un cantante de fama es una cuestión difícil. Aun así se arriesgó a sacar en voz alta sus propias cuentas. Los intérpretes cotizados como Diomedes Díaz manejan un promedio de tres funciones por semana. En algunos periodos especiales, como carnavales y fiestas navideñas, actúan más veces. Incluso en las temporadas bajas tienen la demanda suficiente para presentarse los siete días de la semana, pero no lo hacen porque saben que tal exceso equivaldría a inmolarse: la rutina de trasnochos en las casetas es muy dura. Además, tres "toques" semanales —en la jerga vallenata no se habla de conciertos sino de "toques"— representan ciento veinte millones de pesos, unos sesenta mil dólares, que le reportan al cantante una ganancia neta del setenta por ciento. ¿Quién necesita ingresos superiores a ese para vivir holgadamente? En un mundillo en el cual se confunden los linderos entre el trabajo y la farra, los codiciosos son mal vistos. Concluida esta digresión, ‘el Zurdo‘ siguió efectuando sus cálculos: tres presentaciones semanales son doce al mes y ciento cuarenta y cuatro al año. Un cantante que solo se acostara con "las caseteras" en el cincuenta por ciento de sus "toques" —según Ustáriz, este estimativo es demasiado conservador "en ciertos casos"— acumularía setenta y dos aventuras sexuales distintas cada año. A ese ritmo, en una carrera musical de treinta años sus amantes casuales serían dos mil ciento sesenta.
Muchas de "las caseteras" se hacen embarazar solo por darse el gusto de decir, a boca llena, "tengo un hijo con Fulano de Tal". O para instaurar demandas en los estrados judiciales y obtener una pensión. Los músicos vallenatos que engendran hijos en forma irresponsable y que luego deben someterse a juicios tortuosos conforman una legión. Varios de ellos son retenidos en las salas de migración de los aeropuertos justo cuando pretenden salir del país a atender sus compromisos musicales. Entonces descubren que no pueden viajar puesto que tienen órdenes de arresto por inasistencia alimentaria. En el gremio, sin embargo, esta escena recurrente es vista como algo normal. No hay duda de que Diomedes Díaz es el exponente del folclor vallenato que más veces ha protagonizado la bochornosa situación. Durante mi trabajo de campo encontré en los archivos de prensa trece noticias que daban cuenta de retenciones de última hora padecidas por él en los aeropuertos debido a sus incumplimientos como padre. Además, conversé con dos de las ex amantes que lo emplazaron en momentos en que se aprestaba a viajar hacia el exterior: Alix Indira Ramírez y Denis Aroca. En ambos casos Diomedes se aprovechó de la permisividad de las autoridades y superó la talanquera jurídica mediante maniobras pintorescas: a Alix Indira Ramírez le abonó de un solo golpe todas las mesadas atrasadas. Y a Denis Aroca le entregó como garantía un reloj de oro de su mánager Joaquín Guillén para que fuera a prestar dinero en una casa de empeño. Ninguna de las dos mujeres, valga la aclaración, perteneció jamás a la cofradía de "las caseteras": ambas conocieron a Diomedes en contextos distintos al de la fiesta y mantuvieron con él relaciones largas.
***
Uno de los asuntos de Diomedes que más me han impresionado desde cuando empecé a investigar sobre su vida es el montón de hijos que tiene. Se sabe que son muchísimos, pero entre tantas versiones encontradas es difícil establecer la cifra definitiva. Ni siquiera el propio Diomedes es capaz de suministrar una información confiable sobre este tema. Durante un tiempo noté que la cantidad aumentaba conforme yo consultaba nuevas fuentes. Primero me topé con Gustavo Gutiérrez Maestre, primo del cantante en tercer grado de consanguinidad, quien me informó que los hijos son quince en total. Después hablé con Tito Castilla, ex cajero del conjunto y cuñado de Diomedes, quien me dio un número mayor: veintidós. Jaime Araújo Cuello me contó que le ha conocido veintiséis hijos y Patricia Acosta me dijo que, según sus cuentas, el dato correcto es veintiocho. Luis Alfredo Sierra intervino con la siguiente revelación: un día el propio Diomedes le confesó que creía ser padre de más de cincuenta hijos. Me pareció que esta cifra era ya, para decirlo con una frase coloquial típica de la región, la tapa de la caja. El colmo. Cincuenta hijos no cabrían juntos en un aula de clases de longitud promedio. Para almorzar con todos ellos al tiempo se necesitaría contratar un salón comunal y sacrificar, por lo menos, nueve gallinas criollas de buen peso. Me pregunté si Luis Alfredo me estaba tomando el pelo. Supuse, además, que como Diomedes es tan famoso su vida privada se vuelve comidilla pública y, al pasar de boca en boca, se deforma con los elementos de ficción que cada contertulio le va añadiendo. De ese modo llega un momento en el que se pierden los límites entre la realidad y la leyenda. También consideré la posibilidad de que estuviera ante una más de las exageraciones características de esta tierra donde el verbo es febril. El Caribe, no hay que olvidarlo, es por excelencia la Meca de la desmesura. Por cierto, un poco antes de encontrarme con Luis Alfredo había visto en una calle polvorienta de La Junta a un par de muchachos juguetones simulando que peleaban. La discusión se acabó cuando uno de los dos amenazó al otro con una hipérbole memorable:
—¡Te voy a zampar una patada tan fuerte que vas a pasar hambre en el aire!
El dato que acababa de suministrarme Luis Alfredo podría ser una exageración como la patada ofrecida por aquel muchacho callejero. Lejos estaba de imaginar entonces que me tropezaría con una cifra mucho más abultada: Rafael Díaz, hermano de Diomedes, me dijo que llevaba cuentas de sesenta y tres hijos.
—¿Sesenta y tres?
Al ver mi rostro de incredulidad Rafael apeló a una hipérbole —cómo no— para convencerme.
—Vea, compadre, a la casa de Mamá Vila llegan cada ratico mujeres paridas de Diomedes hablando en todas las lenguas del planeta Tierra.
Mamá Vila: así le llaman los hijos y los nietos a la señora Elvira Maestre. Incluso algunas personas ajenas a la familia se dirigen a ella con ese apelativo casero. Varios de los entrevistados me aseguraron que si había en el mundo una voz autorizada para informarme con exactitud cuántos hijos tiene Diomedes Díaz, esa es la de mamá Vila. Lo que ella dijera sobre el tema, me advirtieron, sería palabra de Dios. Porque Diomedes no conoce a muchos de los hijos que ha ido engendrando por ahí en sus delirios de toro reproductor. O bien las madres de esos niños no se atreven a buscarlo en la casa donde él vive con su mujer oficial o bien él se desentiende de ellas cuando termina el tiempo del placer y empieza el del embarazo. En cambio, Mamá Vila no solo conoce a los hijos marginales de Diomedes sino que, además, está pendiente de la suerte de ellos. Y mantiene buenas relaciones con sus madres, quienes la visitan de vez en cuando, le llevan a los críos en las fechas especiales y le regalan una que otra tarjeta navideña. Así que cuando yo hablara con Mamá Vila —insistían las fuentes— saldría de dudas.
En enero de 2008 fui a la casa de Mamá Vila, ubicada en el barrio San Joaquín de Valledupar, en busca del dato preciso. Me acompañó José Rafael Castilla Díaz, su nieto. La encontré vestida con un traje de popelina gris. Estaba de luto debido a que se había quedado viuda hacía pocos meses. Cuando la visité por primera vez, exactamente un año atrás, aún tenía al lado a su compañero de siempre, el viejo Rafael María Díaz. En aquella primera ocasión lo que más me impresionó fue el hecho de que ella refunfuñara todo el tiempo contra él. Decía que era el hombre más sinvergüenza del mundo, que no había que confiarse de "su cara de yo no fui". Porque, claro, quienes vieran el aspecto de criatura inocente que había adquirido en la vejez seguramente creerían que era incapaz de romper un plato, pero cuando ese señor estaba joven quebraba la vajilla entera, pues era un parrandero irresponsable que se desaparecía durante varios días, y cuando regresaba a la casa traía los bolsillos limpios. Ella pasando necesidades con sus muchachitos, carajo, y él gastándose en ron y mujeres la poquita plata que conseguía trabajando. Noté que aunque Mamá Vila despotricaba permanentemente contra Papá Rafa, no se refería a él por su nombre, ni se dirigía a él de manera directa, y ni siquiera lo miraba. Yo, en cambio, no dejaba de observarlo. Me parecía un abuelo manso, entrañable. Tenía un pantalón de lino caqui, unas abarcas de tres puntadas y un sombrero vueltiao cordobés, y sobrellevaba el calor infernal de las dos de la tarde con una camisilla de algodón. Resistía la andanada de su esposa sin alterarse. A veces sonreía, apacible, como si no se percatara de la lluvia de rayos y centellas que se desgajaba sobre él. Al contemplar su apariencia de anciano bonachón, ¿quién podría deducir que en el pasado fue un mujeriego terrible como el que describía Mamá Vila? Sentí que había una desproporción entre su semblante pacífico y el sermón destemplado de su mujer. Pero Mamá Vila pensaba distinto a mí y, lejos de ablandarse, seguía dándole látigo con la lengua. Cuando el fotógrafo Camilo Rozo, mi compañero en esta aventura periodística, propuso retratarlos juntos, él aceptó entusiasmado y ella se opuso en forma tajante. Tras una breve discusión accedió a regañadientes. Seguramente aquella tarde, mientras posaba envalentonada en las afueras de la casa, no sospechó que la foto que se estaba tomando en contra de su voluntad sería el último testimonio de vida de su marido.
Durante mi segunda visita Mamá Vila no estuvo irascible sino nostálgica. La encontré almorzando en el patio, sentada en un taburete recostado contra la pared. Olía a cigarrillo. Frente a nosotros, encaramado en una horqueta, había un mico llamado Pacho que chillaba, brincaba y sacaba la lengua en señal de burla. Su repertorio de gestos exhibicionistas era pródigo en obscenidades: mostraba las nalgas, se chupaba el pene. Hubo un momento en que Mamá Vila le mostró el puño amenazante.
—¡Mico bellaco, te voy a dar una tollina!
Pero Pacho, en vez de amilanarse, recibió la advertencia con nuevas expresiones de desparpajo: soltó una carcajada y blandió el pene erecto como si fuera el arma letal con la cual se defendería de Mamá Vila. Ella se dirigió a mí:
—Te digo que ese mico repelente se está salvando por un pelo de que yo lo regale. Si por mí fuera, hace rato lo hubiera botado en un basurero. Pero imagínate tú: ese puñetero animal era la adoración del difunto. Botarlo sería ofender su memoria.
A continuación suspiró profundo, la mirada extraviada en el horizonte. Cuando abrió la boca de nuevo fue para decir que los seres humanos somos incomprensibles. Tanto que despotricaba ella del señor Rafa, fíjese usted, y ahora se sentía infinitamente triste por su ausencia. ¿Quién nos entiende? Mientras su marido vivía ella renegaba de él y ahora que estaba muerto se daba cuenta de lo bueno que había sido, especialmente con sus hijos. Aunque era un hombre de pocas palabras siempre tenía a flor de labios una frase cariñosa para los muchachos. Y aunque era muy pobre siempre se las arreglaba para volver a casa cargado de regalos: mendrugos de panela, canastas de mango, muñequitos de totumo. Detalles que quizá no le habían costado ni medio centavo pero que significaban mucho para la familia. Definitivamente ella tendría ahora la conciencia tranquila si hubiera sido capaz de reconocerle en vida sus cualidades del mismo modo impetuoso con el que le enrostró sus defectos. Pero ya ve: por algo dice el adagio que el bien solo es conocido cuando es perdido. Además, ella se ha puesto a analizar que Rafael María Díaz, alma bendita, lo único que hizo fue seguir al pie de la letra una tradición más antigua que él mismo. ¿O es que acaso en la región hay un solo hombre comedido en asuntos de amores? Al contrario, los hombres de por acá son tan enamoradizos que le flirtean hasta a un palo de escoba con falda. Por eso las mujeres de estas tierras están curadas de espantos, pues saben que los santos no existen sino en los libros de religión. En la vida real lo que abundan son los tipos pícaros capaces de preñar a cuanta hembra se les atraviese. El difunto Rafa, por lo menos, siempre evitó que las aventuras de la calle terminaran en embarazos. Porque de él podrán decir lo que quieran, menos que haya sido un semental dedicado a reproducirse en los corrales ajenos. Los únicos hijos que tuvo fueron los diez que le engendró a ella, sí señor. Bandido sí, pero irresponsable como tantos que andan al garete por ahí, ¡jamás!
—¿Como Diomedes?
Mamá Vila me acuchilló con la mirada. Tomó impulso como para insultarme pero se frenó en seco. Así, callada, los dedos de la mano derecha crispados, se quedó durante varios segundos. Pacho dio un nuevo salto encima de la horqueta y, desternillándose de la risa, nos mostró por enésima vez su erección jubilosa. Hacia él se dirigió entonces la reprimenda de Mamá Vila.
—¡Mico bellaco!
En seguida volvió a su mutismo. De pronto me dijo que, sin el ánimo de justificar las malas acciones de Mede —así le llaman al cantante en familia—, las mujeres que se hacen embarazar de él no lucen bien haciendo el papel de víctimas, pues también son culpables de los problemas derivados de la francachela. Porque, dígame usted, ¿qué esperan esas mujeres de un músico bebedor y trotamundos que el jueves saborea un amorío en Santa Marta y el viernes otro en Montería, y que cada vez amanece entrepernado con una fulana distinta? Un músico que, además, es casado. Aquel mediodía Mamá Vila esgrimió —graneadas, continuas— una variadísima colección de metáforas relacionadas con animales para ilustrar su idea de que el macho es depredador y anda siempre al acecho, y por tanto la hembra debe ser sigilosa y andar siempre a la defensiva. Primero advirtió que así como los hombres desarrollan la astucia de las bestias cazadoras, las mujeres deben desarrollar la naturaleza escurridiza de las aves de monte. Frente a las mañas del gavilán, la desconfianza de la paloma. Después señaló que los líos se presentan porque muchas liebres, en vez de aprovechar su agilidad para ponerse a salvo, se arriman al hocico del lobo a buscar la mala hora. ¿Qué hacen las gacelas exhibiéndose indefensas ante los leones? Lo prudente es que vivan su vida en espacios libres de amenazas. A propósito de este tema, Mamá Vila se inventó un refrán que Diomedes inmortalizó en uno de sus discos: "No es que el zorro sea atrevido sino que las gallinas se van lejos".
En este punto Mamá Vila expuso un argumento que me pareció un chiste: "el pobre Mede" suele ser blanco de las habladurías de la gente. Sobre el tema de los hijos, por ejemplo, se dicen muchas barbaridades: que tiene treinta y cinco, que tiene sesenta. Puras calumnias. La persona que sabe cuántos son exactamente es ella, pues los ha visto a todos con estos ojos que algún día serán abono de la tierra.
—¿A todos, Mamá Vila?
—A todos.
—¿Y cuántos son en total?
—No son más de veintiséis.
Cuando salí de aquel patio en el que Pacho reinaba a placer con sus procacidades, iba convencido de haber develado el misterio. Pero a los pocos días de mi regreso a Bogotá conocí a Miguel Ángel, un hijo de Diomedes que jamás ha visitado a Mamá Vila. Miguel Ángel es bogotano. Nació el 12 de julio de 1987, fruto de la relación que Diomedes mantuvo con Yolanda Rincón. Después me reuní otra vez con Jaime Araújo Cuello, el amigo de Diomedes. Jaime me dijo que no cree que Mamá Vila haya visto, como asegura, a todos los retoños del cantante. Muchos de los hijos que ha engendrado viven en ciudades del interior del país, lejos de los dominios de Mamá Vila. Cuando Diomedes fue recluido en la cárcel de Funza por la muerte de Doris Adriana Niño —prosiguió Jaime Araújo— tenía preñadas a tres mujeres: Betsy Liliana González, su compañera estable en aquel momento, y dos más. Los guardianes veían estupefactos la caravana de féminas barrigonas que acudían de tarde en tarde a su celda.
De pronto descubrí que me zumbaba en la memoria una de las afirmaciones de Mamá Vila: los donjuanes de la región se guían por los códigos machistas de sus mayores. Y siempre encuentran —agrego yo—abundantes ejemplos en el ambiente. Quienes nacimos en el Caribe nos familiarizamos desde temprano con esos tipos que procrean recuas de hijos extramatrimoniales sin ruborizarse, como si apenas estuvieran cometiendo una travesura inofensiva. Es posible que alguno de ellos pertenezca a nuestra familia, o viva en la casa contigua, o haya asistido a la escuela primaria con nosotros, o sea nuestro compadre. Lo hemos visto atizando el fogón en la morada de su esposa y luego celebrando la primera comunión de un hijo extramarital en la vivienda de cualquiera de sus concubinas. Quizá al principio nos sorprendió su existencia y le preguntamos a algún adulto por qué ese señor tenía tantas mancebas y tantos hijos regados por la calle. Pero después empezamos a verlo sin asombro, pues sentimos que era ya parte del paisaje. A fuerza de repetirse de generación en generación, ciertas costumbres bárbaras se van legitimando. Se van volviendo tradición.
La noche en que reflexionaba sobre este tema saqué de mi biblioteca el libro Un muchacho llamado Diomedes, que me obsequió su autor, el periodista Luis Mendoza Sierra. Busqué al vuelo un pasaje que ya tenía subrayado: el que narra la historia de Rafael María Díaz con su progenitor. Papá Rafa era hijo extramatrimonial de un señor villanuevero conocido con el nombre de Rafael Cataño. En la adolescencia se sentía avergonzado por su condición de bastardo —así se les denominaba en aquella época a los críos engendrados por fuera del hogar—. Un día decidió tramitar su propio reconocimiento. Había oído decir que en una notaría del municipio de San Juan del Cesar se encontraba un escribano invitando a comparecer en su despacho a todos los hijos ilegítimos de Rafael Cataño que quisieran ser registrados oficialmente. Así que sin darle vueltas al asunto cubrió a pie la distancia entre Carrizal y San Juan, que era más o menos de veinte kilómetros. Al llegar notó horrorizado que la ceremonia iba a ser colectiva: los muchos chicos que habían atendido la convocatoria del escribano estaban formados en una hilera extensa. Papá Rafa se acomodó en el puesto número ocho de la fila. Estaba asustado. Y se asustó aún más cuando el notario les informó cuál era el requisito que debían cumplir para ser admitidos como hijos de Rafael Cataño: llevar un lunar detrás de alguna de las orejas o una mancha marrón en las nalgas. Papá Rafa cayó en la cuenta de que no tenía ninguna de las dos señales. Además se sintió dominado de repente por la impresión pavorosa de ser el único miembro del lote de hermanos que no se parecía físicamente a los otros. Ellos eran idénticos entre sí mientras él, justo él, poseía facciones distintas. La idea de ser el muchacho diferente, el raro, le resultó insoportable. Entonces huyó a las carreras. Ese día renunció para siempre a la estirpe de su padre. Y resolvió seguir portando el apellido Díaz con el cual lo bautizó su madre, doña Avelina.
En los círculos vallenatos siempre ha sido admirada la figura del trovador que se reproduce desaforadamente. Se le ve como un símbolo de éxito, de poder. Es como el Adelantado Mayor capaz de ocupar numerosos territorios y mandar en ellos de manera inapelable, como el pistolero avezado que donde pone el ojo, pone la bala. Además de cautivar a las mujeres, las marca. Para ellas nada es igual desde el momento en que él llega a sus vidas. Él les mueve el piso, les zarandea las entrañas, les transforma el mundo. En la sociedad machista a la que pertenece, el hombre-semental es visto como portador de la aureola del buen amante. Si tiene muchas mancebas con las cuales se exhibe sin recatos bajo la luz del sol, si logra que cada una de ellas le consienta sus amores con las otras, ha de ser porque lo que les da —y en este punto los contertulios adoptan un rostro pícaro— es muy bueno.
Llenarse de hijos en varias relaciones sentimentales es una barbaridad inconcebible para el hombre ilustrado de la ciudad. Para el juglar vallenato, en cambio, es una simple anécdota, incluso un chiste. Rafael Escalona, el más grande compositor de este folclor, vivió tan orgulloso de su talento para escribir canciones como de su enjundia fecundadora: tuvo veintitrés hijos. Malgeniado, engreído, cuando le preguntaban si consideraba justo que un hombre embarace a cada una de sus amantes, montaba en cólera. No porque creyera que el interrogante fuera un reproche moral sino porque, al contrario, sentía que el interlocutor le estaba rebajando su palmarés como conquistador. Porque él, definitivamente, no había preñado "a cada una" de sus amantes. Que hubiera engendrado veintitrés hijos no significaba que solo hubiera tenido veintitrés mujeres. En seguida, para dejar bien claro que tales cuentas resultaban injustas para un tenorio de sus quilates, soltaba una de sus frases sentenciosas:
—Si cada disparo produjera un muerto, en los cementerios ya no quedaría espacio.
En 1987, dos años antes de morir, el juglar Alejo Durán me contó que tenía veinticuatro hijos. El diálogo que se desarrolló a continuación se convirtió, para mi sorpresa, en un chiste nacional que aún hoy todo el mundo cita en los cocteles aunque casi nadie sabe cuál es su fuente original:
—¿Veinticuatro hijos, maestro? ¿Y con la misma?
—Sí, con la misma, pero con diferentes mujeres.
En cuanto a Diomedes, durante mi investigación hallé numerosas evidencias de que procrear hijos en abundancia es para él un asunto graciosísimo. Yolanda Rincón me contó que una tarde iba caminando con él, a los pocos días de haber comenzado su romance, por un almacén en cuya vitrina se encontraba exhibida una bata de maternidad. A Yolanda se le antojó paradójico lo que sucedió entonces: ella, pese a ser una mujer soltera con el instinto maternal a flor de piel, siguió de largo frente a la vitrina. Diomedes, en cambio, se detuvo. La ciñó suavemente por la cintura y le habló al oído:
—Mi amor, cierra los ojos un momento e imagínate con esa bata puesta. ¡Seguro te verías muy linda!
Cuando viajaba hacia las fincas donde se escondió Diomedes en su época de reo ausente, pasé por una aldea de aproximadamente cuarenta casas llamada Veracruz. Javier Ramírez, uno de mis acompañantes, me informó que Juan Manuel Díaz, ‘el Cancu‘, tiene en ese pequeño villorrio "cerca de quince mujeres y un pelotón de hijos". Ramírez fue testigo de una tarde en que Diomedes quiso saber cuántos son, exactamente, los retoños de su hermano menor. Cuando ‘el Cancu‘ le respondió que "casi veinte", Diomedes hizo un ademán teatral de reverencia y le obsequió el siguiente cumplido:
—Caramba, hermanito, ¡y sin necesidad de cantar ni un solo disco!
Joaquín Guillén también me contó una anécdota relacionada con el tema. En cierta ocasión Diomedes fue encausado judicialmente debido a que rechazaba un hijo que se le atribuía. Su argumento para negarse a admitir la paternidad era que la mujer responsable de la demanda mantuvo en la misma época amancebamientos clandestinos con él y con un agente de la Policía. Cabía la posibilidad de que el bebé fuera hijo del otro amante. Guillén estuvo de acuerdo con esa presunción pero le dijo a Diomedes que, en todo caso, el juez tendría que ordenarles a los implicados una prueba de ADN. Diomedes le advirtió que por nada del mundo se sometería a ese examen. Más bien —agregó— él le propondría al juez la fórmula ideal para zanjar la disputa: sentar al bebé en medio de un bolillo y de un acordeón.
—Si el pelao agarra el bolillo —concluyó— es hijo del policía, y si agarra el acordeón es hijo mío.
Frecuentemente me topaba con historias del mismo tenor, en las cuales los hijos extramatrimoniales quedaban reducidos a una broma de ocasión. Más de una vez me encontré con personas que al enterarse de que yo andaba investigando sobre Diomedes Díaz, automáticamente se referían a los hijos y a las mujeres. Lo hacían de manera espontánea, sin que yo dijera nada previo sobre el tema. El hecho de que tanta gente estableciera una asociación inmediata, forzosa, entre las palabras "Diomedes", "hijos" y "mujeres" me llevó a concluir que estaba frente a un rasgo sustancial de mi personaje. En la medida en que sumaba nuevas voces a mi trabajo de campo, más cuentos sobre este asunto se iban acumulando en la memoria de mi grabadora digital. Una periodista amiga me contó, por ejemplo, que un día acompañó a su novio —un cronista reconocido— a entrevistar a Diomedes para un documental de televisión. Al final, cuando se apagaron las cámaras, Diomedes inspeccionó a la periodista de pies a cabeza y, sin preámbulos, se dirigió a su entrevistador.
—¡Primo, qué mujer tan bonita! ¿Es la novia suya?
Cuando el periodista respondió afirmativamente, Diomedes le dio un consejo.
—A las novias bonitas hay que cogerles cría rapidito.
Sus antiguas amantes también contribuyeron a mi anecdotario sobre el tema. Yolanda Rincón me contó que Diomedes le confesó un día su sueño de tener cien hijos, dizque para que su simiente se esparciera por todo el mundo. Alix Indira Ramírez, por su parte, me informó que en cierta ocasión Diomedes se quedó mirando detenidamente a José Miguel y a Rafael María, los dos hijos que tiene con ella, quienes dormían a pierna suelta en sus respectivas cunas. El mayor de los niños contaba dos años y el menor, uno. A Alix Indira le pareció enternecedora la imagen del padre entregado a la contemplación de sus dos retoños. Quiso saber qué estaría pensando su marido en ese instante. Quizá —especuló— se encontraba embobado por el afecto. O quizá tarareaba mentalmente los primeros versos de una canción que les dedicaría a los chiquillos. Esta última posibilidad se le ocurrió porque se acordó súbitamente del paseo Mi muchacho, inspirado en Rafael Santos, el mayor de sus hijos con Patricia Acosta. Justo en ese momento Diomedes habló y satisfizo, por fin, la curiosidad de Alix Indira. Lo que dijo entonces no figuraba ni siquiera remotamente en las conjeturas de ella.
—Ay, mi amor, qué bonitos son nuestros dos varoncitos, ¿verdad? Ahora nos falta tener la hembrita.
Le dije a Alix Indira que sería capaz de dar media vida —yo también poseo mi inventario de exageraciones— con tal de saber qué se propone Diomedes, en el fondo, al engendrar un hijo detrás del otro como si en efecto creyera que se trata de una gracia. Porque no es solo que maneje de manera primaria sus ardores de bajo vientre, no es solo que ande por ahí desabrochándose la bragueta con la velocidad del relámpago, sino que además pareciera haberse tomado a pecho la causa de invadir el planeta con sus herederos. ¿Qué taras hay en la personalidad de un hombre empeñado en reproducirse con el desenfreno de los curíes, un hombre que va por el mundo imaginándose en bata de maternidad a cada mujer con la que se tropieza? Alix Indira, dotada de un gran sentido práctico, me sugirió evitar los razonamientos sofisticados: el único motivo por el cual el tipo ha procreado ese montón de hijos —sentenció— es su enorme irresponsabilidad. Aunque el argumento se me antojó sensato consideré oportuno ensayar otras explicaciones. Psicológicas algunas, metafísicas las otras.
Recordé que en tiempos pretéritos los juglares vallenatos se vieron forzados a incluir sus nombres y apellidos en los versos de cada canción que componían, para evitar que en el proceso de difusión se les extraviara la autoría. En aquella época de trovadores iletrados las coplas circulaban en forma verbal. Los juglares no las escribían sino que las tarareaban en los montes y en las parrandas. Entre repetición y repetición se las iban aprendiendo, y también se las aprendían los entusiastas oyentes que ayudaban a difundirlas. El maestro Escalona usaba un símil recurrente para referirse a este fenómeno: "El vallenato fue como el bostezo: se propagó de boca en boca". Si algo positivo tenía esa expansión oral era que demostraba la vitalidad del vallenato como folclor. Lo malo era que propiciaba el sacrificio de los compositores: como los cantos no eran grabados en discos ni registrados en oficinas que velaran por los derechos de autor, resultaba fácil que ciertos receptores bribones se apropiaran de ellos. El investigador Félix Carrillo lleva la cuenta de por lo menos quinientas canciones clásicas del vallenato que les fueron usurpadas a sus legítimos creadores. Para evitar el hurto los compositores adoptaron la medida de incluirse en sus versos. Lo hacían, a menudo, en tercera persona, como si el protagonista al cual se referían fuera un fulano distinto a ellos mismos. De ese modo las canciones se llenaron de frases como "oigan lo que dice Alejo", o "este paseo es de Leandro Díaz", o "Abel Antonio no llores", o "Juancho Polo para dónde vas". Mencionarse equivalía a firmar la canción.
Acaso el polígamo compulsivo que se obsesiona por dejar en cinta a todas sus amantes también pretende poner su nombre a salvo del olvido. Preña para que lo recuerden. Y para refrendar ante su colectividad ciertos amores que, sin el embarazo, tal vez permanecerían ocultos. Los hijos que le nacen como consecuencia de sus escarceos carnales son como las cabezas de ciervo que colecciona el cazador: meros trofeos para restregárselos por la cara a sus congéneres.
Mientras me encontraba en esas cavilaciones recordaba una y otra vez el consejo que le dio Diomedes al periodista del documental: "A las novias bonitas hay que cogerles cría rapidito". Pensé en esas especies animales cuyos machos orinan copiosamente alrededor de sus hembras para demarcar el territorio. Los críos vienen a ser, entonces, una variación del primitivo chorro de orín: aíslan a la consorte, alejan a los otros pretendientes. Son una impronta que, además, se prolonga en el tiempo: los amantes que en el futuro logren acercarse finalmente a la mujer, la encontrarán parida. Entonces, quizá, se sentirán avasallados por el fantasma del donjuán que se les adelantó.
***
Patricia Acosta cree —y me lo dice mientras enciende un nuevo cigarrillo— que la decadencia actual de Diomedes se debe en gran parte a su libertinaje con las mujeres. Sus excesos en ese campo lo envilecieron, le hicieron derrochar dinero, lo enredaron judicialmente y lo condujeron a la cárcel. De allí proceden casi todos los problemas que han degradado su imagen ante el país.
La historia de Diomedes con las mujeres está signada por las paradojas: el gozo y la mortificación, la caricia y la bofetada. Las mujeres han sido la savia de su canto y la ponzoña de su alma, han determinado su ascenso y su caída. Eso sí —se jacta Patricia otra vez—: en el balance ella ha representado la ganancia, no la pérdida. Porque mientras ella lo acompañó él estuvo exento de protagonizar esos escándalos terribles que, en los últimos años, avergonzaron a su familia y enlutaron a varias personas inocentes. Como la muerte, sí señor, de la muchacha esa de Bogotá.
—Quien puede contarte la vida de Diomedes Díaz soy yo, que lo conozco como a la palma de mi mano —alardea—. Pero no vayas a preguntarme por el caso de Doris Adriana Niño. El protagonista de ese percance tan horrendo no fue el muchacho que yo conocí en La Junta. Si te interesa esa parte de la historia vas a tener que buscar a otra gente. Yo solo puedo hablarte de las cosas buenas que a él le pasaban mientras vivía conmigo.
Intento hallar señales tangibles del tránsito de Diomedes por la vida de Patricia, algún rastro material de su antigua estancia en esta casa. Veo un retrato suyo al carboncillo. Veo dos afiches ofrendados a Luis Ángel, el tercero de los cuatro hijos que engendró en este hogar ya marchito. Las dedicatorias están garrapateadas con una caligrafía esmerada pero tosca. Por mucho que aguce la mirada no advierto en el entorno ningún otro vestigio de la ya remota presencia de Diomedes. En la época de la ventana marroncita —recuerdo— él dijo en versos que, a menos que se presentara una peste, viviría la vejez junto a Patricia. Sin embargo, ahora no se encuentra aquí para cumplir su promesa. A menudo lo único que queda de los grandes juramentos sentimentales son desengaños. O bisuterías, como los cuadros que están colgados en las paredes. Me asombra la nueva paradoja: Diomedes inmortaliza como cantante los amores que destruye como hombre calavera. En la vida cotidiana él y Patricia ya no son pareja, pero en las canciones el romance de los dos es indestructible. Cantar es embaucar, es hacerle creer a la gente que los pajaritos pintados en el aire por fin aprendieron a volar. Las quimeras de la música ejercen en nuestras almas un efecto balsámico parecido al que producen los espejismos en el desierto.
Estas ideas empezaron a rondarme cuando visité a Martina Sarmiento, la mujer que a principios de los años setenta vivió en unión libre con Diomedes Díaz. La encontré tejiendo un chinchorro en el patio de su casa en Carrizal. Silenciosa, introvertida. Su cabello agreste lucía estropeado por la canícula. Me contó que dormía con Diomedes en una cama contrahecha que se desplomaba casi todas las madrugadas. Es que eran sumamente pobres, añadió con una sonrisa tímida. A principios de 1976 Diomedes se inscribió en el concurso de canción inédita del Festival Vallenato. En abril, cuando comenzó el certamen, él estaba con ella en Carrizal y no tenía dinero para comprar el pasaje hacia Valledupar. Andaba deprimido porque suponía que sería descalificado sin participar. Entonces ella se puso en la tarea de alcanzar limones en la huerta de su padre. Luego salió a venderlos por el pueblo. Gracias a su gesto generoso Diomedes pudo viajar a ese festival en el que conoció a Náfer Durán, el acordeonero de su primer disco. El trofeo que le dieron por ganar el tercer puesto en el concurso de canción inédita es lo único que a Martina le quedó de él. Y una hija muy dulce que se llama Malena Rocío. Más allá del trofeo y la hija, Diomedes no dejó por aquí ni la sombra.
En aquel trofeo, un armatoste de hierro carcomido, reconocí una alegoría: a veces lo único que el amor deja entre las manos es un montón de óxido. Óxido y dolor, me corrige Patricia ahora. Y me cuenta entonces que a su padre, ‘el Negro‘ Acosta, lo mató la pena moral que le produjo la separación de ella con Diomedes. Se me viene a la memoria la leyenda del flautista de Hamelín: uno se acerca en busca de la melodía y al llegar se tropieza, inevitablemente, con las ratas.
Patricia aplasta su cigarro contra el cenicero. Su cigarro que hace un instante era una brasa encendida y ahora es una pilada de cenizas. Como sus amores con Diomedes Díaz.