Para que esa melodía que no puede sacarse de la cabeza llegue a sus oídos, hay un proceso largo. Andrés Cepeda, uno de los mejores cantautores del país, se lo explica.
Sin duda, componer es la parte más difícil de hacer un álbum. Si uno está de buenas, la inspiración le llega espontáneamente, por algo que le pasa de manera repentina, y se le prende el bombillo cuando menos lo espera. Pero como eso sucede muy rara vez, lo mejor es empezar una búsqueda de letras y música sabiendo que debe tener toda la disposición para intentarlo una y otra vez, hasta que le salga algo con lo que se sienta bien.
Para empezar, lo primero que hago es encontrar un tema del que quiera hablar. Una canción debe nacer de una emoción. Por eso, antes de componer me pregunto: “¿Realmente me emociona cantar sobre esto?” o “¿puedo imaginarme a un público cantando esto que me dispongo a hacer?”. Cuando ya tengo decidido el tema, me siento frente al piano o la guitarra a buscar acordes que me den alguna pauta para crear la melodía. Una vez la tengo, o una parte de ella, empiezo a acomodarle versos o palabras que me ayuden a expresar lo que quiero decir.
La cosa es muy relativa, porque así como hay momentos en los que todo sale de un solo tirón, hay otros en los que uno puede pasarse años sin que se le ocurra algo. Por ejemplo, cuando compuse Sé morir y Me voy, estaba en una tusa tremenda y todo lo que sentía me salió de forma fluida. Pero para hacer Si fueras mi enemigo y casi todas las canciones de mi álbum Para amarte mejor, tuve que encerrarme durante dos días en un estudio con Jorge Luis Piloto y Sergio George, dos grandes compositores, y presionarnos hasta que saliera algo.
Para que el proceso no sea tan extremo, lo mejor es el trabajo en equipo y, por eso, generalmente me reúno con un grupo de amigos que también componen y les comparto mi trabajo. Nos vamos a una finca durante cinco o seis días y nos sentamos a ver el material que cada uno lleva para que los demás digan cómo podrían mejorarlo. Es una de las partes que más me gustan, porque en esa especie de debate uno defiende verso a verso la canción por la que apostó desde el principio y también se encuentra con cosas tan buenas que otros hacen que es inevitable pensar “¿cómo no se me ocurrió a mí?”.
De esos encuentros salen seis o siete canciones que luego grabamos en demos. Ese proceso lo repetimos varias veces al año. Por ejemplo, para hacer mi álbum más reciente, Mil ciudades, nos reunimos más de doce veces durante los últimos dos años. Al final, teníamos 33 canciones de las que tuvimos que escoger las 14 mejores. No es fácil hacer una selección, pero básicamente uno debe orientarse por una certeza: o le gusta mucho la canción o tiene dudas sobre ella.
Con el tiempo, puede pasar que uno ya no tenga las mismas emociones que tenía cuando compuso alguna canción. Sin embargo, hay que hacer la labor de intérprete y buscar de nuevo esas emociones para que, después de mucho tiempo, pueda cantarla con el mismo sentimiento. De todos modos, al ver a un público emocionado cantando lo que uno creó, tal como se lo imaginó al principio, antes de componer, tiene la mejor prueba para saber que hizo la canción correcta.
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