Ganarse la lotería no es cosa de todos los días, pero para quienes soñamos con esa posibilidad es una lucha de todas las semanas contra la suerte que vale la pena asumir. Jamás me importó comprar y comprar la lotería y ver que pasaba el tiempo sin recibir el ‘golpe de suerte’. Pero yo, en el fondo, nunca dejé de creer que llegaría el día. Me llegó el 15 de septiembre de 2009, a mis 70 años, con el número 2082 de la serie 112. Ese día gané el Premio Mayor de 1000 millones de pesos de la lotería de la Cruz Roja.
Fueron 50 años de inversión semanal de 300 a 6000 pesos por billete —según la época—, que inició como un reto para desafiar al azar y, al final, recibir una enorme recompensa. Don José, un hombre que iba todos los lunes a mi casa en el barrio Quiroga para ofrecerme el número ‘ganador’ de las loterías Bogotá y Cruz Roja, fue mi ‘socio’ en esta aventura. Casi nunca compré el Baloto.
Empecé comprando varias fracciones en diferentes loterías, para ver si ganaba algo, pero durante mucho tiempo el mayor premio que recibí fue otra fracción. Entonces enfilé mi dinero a la lotería de la Cruz Roja, al billete entero. Ponía el billete debajo de la figura del Divino Niño con la esperanza de que él me diera una manito. “¡Algún día me voy a ganar la lotería, algún día!”, les decía a mi familia y a mis amigos.
Un día me puse de mal genio con el Divino Niño. Yo tenía varias cosas importantes por pagar en el mes, y cuando vi en el periódico que el resultado no era el que esperaba, tumbé su imagen y le rompí un brazo. Pero me arrepentí, desde ese momento me dediqué a rezarle con fervor y no volví a llenarme de furia contra él.
Hasta que obtuve la merecida recompensa. Esa noche vi por televisión que anunciaban el número ganador… ¡y yo lo tenía! En un primer momento no lo podía creer. Lloré de alegría pero también estaba muy confundida, se me pasaron muchas cosas por la cabeza: desde incredulidad hasta todo lo que iba a comprar con esa plata. Cuando pude calmarme, aunque todavía emocionada, llamé a mi hija Alejandra para que confirmara la gran noticia y cuando ella me confirmó que era la ganadora grité como una loca: “¡Por fin me la gané, gracias, Dios mío!”.
Al otro día festejé con un almuerzo en un restaurante del norte de la ciudad. Invité a mis hijos, Carlos y Alejandra, y mis nietos, Nicolás y Camila, que ya son mayores de edad. Fue como un cónclave para ver de qué manera se debía recoger el premio. Por seguridad, en ese almuerzo decidimos no hablar del asunto con nadie. Mientras planeábamos cómo íbamos a recoger la plata yo pensaba en los gustos que quería darme después de tanta espera: viajes, ropa y joyas. Cumplí las dos últimas, porque los achaques de mi edad y mi miedo a volar me hicieron desistir de los viajes por el mundo.
Alejandra armó el plan para reclamar el premio. Primero llamó a la Cruz Roja para ver si el director de la entidad podía atendernos.Fuimos juntas a la sede de la avenida 68 y antes de entrar donde los que nos habían citado nos dimos la bendición. Nos reunimos con los directivos de la lotería y mientras ellos revisaban el billete nos atendieron muy bien, pero los nervios no nos dejaron disfrutar ni siquiera de una agüita aromática.
Después de llenar varios papeles llegó el momento más esperado de toda mi vida: ver en mis manos el cheque con varios ceros a la derecha por el que luché durante mucho tiempo —aunque resigné el 34% de ganancia ocasional—. Todo fue como un sueño. No podía creerlo.
Cuando llegamos a la casa les mostré el cheque a Carlos, Camila y Nicolás. Ellos quisieron decirme de qué forma debía disponer de mi plata, pero yo les contesté: “¡Tranquilos, ya sé cómo voy a utilizar ese dinero!”.
Hice una donación al Minuto de Dios. A cada uno de mis hijos le di una cantidad igual de dinero, y lo mismo hice con mis nietos. Finalmente me reuní con don José. Él se llevó una buena comisión, además de todo mi aprecio.
Hecha la repartición, compré un apartamento y un automóvil color gris metalizado, modelo 2010, automático. También me di algunos gustos, como un televisor LCD de 42 pulgadas, y abrí una cuenta para ahorrar. Guardé unos pesos para salir con mis amigas a tomar onces en los lugares que más me gustan.
La vida me cambió para bien, ya que puedo vivir tranquila y sin afanes. Dios me tenía esta sorpresa y estoy muy agradecida de poder ayudar a la gente que me rodea porque, como dicen, “la plata no es todo en esta vida, pero que es mejor tenerla, no hay duda”. Eso sí, sigo jugando a la lotería y sé que voy a ganarme el Premio Mayor por segunda vez. Ojalá la vida me lo permita.
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