SoHo le pidió a Juanita Monsalve que consultara dos videntes para conocer los números ganadores. Este fue el resultado.
Suerte es que en un bus lleno de gente, con la billetera vacía, suene en la emisora a todo volumen la cuña del Profesor Eduardo, el que da los números ganadores del chance. Más suerte todavía es tener papel y lápiz a la mano para alcanzar a apuntar el teléfono. Pero que contesten, eso sí es tener suerte verdadera. Y como no la tuve, me tocó comprar El Tiempo para conseguir en los clasificados algún otro teleadivino que me ayudara a ganarme el chance. Terminé haciendo cita en Chance Efectivo y donde La Abuela.
Los dos consultorios, como ellos los llaman, quedaban en el Siete de Agosto. Ambos dueños necesitaban ganarse con urgencia no el chance, sino el Baloto, porque esos sitios estaban en una ruina peor que la mía. Pensé que si ellos podían adivinar los números ganadores, ¿por qué no los juegan y se quedan con la plata? En fin, ya estaba ahí viendo la suerte que me esperaba.
Primero entré a Chance Efectivo. Allí me atendió un tipo que me pidió que lo llamara Ángel y que de angelical solo tenía el nombre. El negocio, digo, el consultorio, quedaba cerca de unos moteles, era un local pequeño, con puertas grandes de vidrio que estaban forradas en un vinilo que deja ver de adentro hacia afuera, pero no al revés. El sitio olía a santería, a matas, a amarrijos y entierros. En lo que uno podría llamar recepción, había un televisor apagado, un sofá y una señora sentada que, me imaginé, estaba esperando que la atendieran. Eso y nada más: ni revistas, ni música, ni nada para distraerse.
Entonces, la mujer empezó a hablarme; me dijo que “el Maestro” no demoraba y me preguntó por mi vida y a qué me dedicaba. Yo respondía con monosílabos y me inventaba respuestas. Y así pasaron 15 minutos agonizantes hasta que apareció Ángel, que venía de la calle, y que me hizo entrar a un cuarto todavía más pequeño que olía fuertísimo a incienso. Me senté y él salió de nuevo. Volvió a los cinco minutos y sacó un tarot. Me dijo generalidades que le pasan a cualquiera y otras cosas específicas muy parecidas a las que me inventé en la sala de espera. Entonces caí en la cuenta de que la mujer no era ninguna desesperada que también venía por los números del chance, sino una informante preparada en la antesala para que le sacara información a la gente y se la pasara a él.
Cuando Ángel terminó con las cartas anotó cuatro números en una hoja: 4, 8, 6 y 2, y me dijo que debía jugarlo el miércoles con la lotería El Dorado de la noche. Era lunes. Continuó explicándome que no podía apostar más de 10.000 pesos y que él se daría cuenta si lo desobedecía. Agregó que me ganaría algo así como 20 millones de pesos de los cuales tendría que darle el 10 %. Me habló con tanta seguridad que ya me veía nadando en plata. Pero justo cuando iba a levantarme de la silla, a darle las gracias y a pagarle los 20.000 pesos que me pidió, afirmó que antes de jugar el chance, él debía rezar los cuatro números en la iglesia del Padre Luchito o Chuchito. La desilusión se hizo más grande cuando me dijo que debía comprarle cuatro velones, literalmente de dos kilos cada uno, para que él tallara los dichosos números. Explicó que de no comprárselos a él, podía conseguirlos en un barrio del que nunca en la vida había oído hablar y que sonaba muy lejos. Insistió que teníamos que hacerlo rápido o que de lo contrario no iba a ganarme el chance del miércoles y perderíamos todo el trabajo. Me levanté y le dije que iba a ver cómo hacía para conseguirme la plata.
Ese mismo día fui donde La Abuela. Su consultorio quedaba en una casa despintada encima de un taller. Un tipo de ojos claros se asomó por la ventana y me dijo: “La doctora no ha salido de consulta”, pero le pedí que me dejara entrar, que yo la esperaba al lado de la puerta. Cuando me dejó entrar, noté que todo estaba decorado con adornos rojos de almacén chino y que olía a almuerzo. De un cuarto que no alcanzaba a ver salía el chirrido de cubiertos contra platos. Un niño repetía, “abuela, no quiero más”. Lo regañaron.
Allá la cosa fue más sencilla. Le pagué 50.000 pesos, me dio dos números, cada uno de cuatro cifras, y me dijo que los jugara con todas las loterías, mañana, tarde y noche, hasta que le pegara a algo. Eso sí, insistió en que yo estaba en una época de suerte, entonces que no dejara de intentar. Y finalmente me dijo que para ganarme el chance, nada más iba a necesitar que me hiciera tres baños con ruda, una mandarina y una naranja. Cuando salí fui a una plaza de mercado cercana y compré la bendita ruda. La tuve todo el día en la cartera, que todavía exhala una especie de olor a cilantro.
Al otro día volví donde Ángel con 132.000 pesos. Me dijo que esa noche, cuando él terminara el ritual con las velas, me iba a llamar. Y muy puntual, a las 9:30 p.m., sonó el celular. Me dijo, con la voz agitada como si le hubiera dado la vuelta a la manzana corriendo, que dos de los cuatro velones se estallaron y que de adentro les salió tierra de cementerio con gusanos. Insistió que era urgente que fuera a su consultorio a primera hora y que llevara un huevo, “un plato hondo de fondo totalmente blanco” y una botella de agua sin abrir. Colgamos y todavía hoy no entiendo cómo carajos hizo para saber que la tierra era de un cementerio y no de un antejardín. Nunca vi los velones ni los gusanos, y me imagino a Ángel forzando la voz de miedo con el televisor en silencio y con las bandejas vacías del pollo que compró con mi plata.
Jugué los números que me dio La Abuela y aposté en cuanta lotería se me atravesó, muchas que ni sabía que existían. Nunca en la vida había hecho un chance, y me tuvieron que explicar. Salí con un ramo de tiquetes tan grande que la gente que hacía fila para comprar el Baloto me miraba raro. Esa noche no gané nada, pero ninguno de ellos tampoco.
Llegó el miércoles. Entré de nuevo donde Ángel con plato, plata, agua y huevo en mano. Dijo que lo que pasaba era que a mí me habían hecho “un trabajo de magia negra” muy fuerte. Entonces me pidió que lavara el plato con el agua de la botella que yo misma abrí, que lo secara con la toalla de manos del baño diminuto de su consultorio diminuto y que pensara en un familiar muerto. ¡Qué magia negra ni qué magia negra, esto era más bien un chiste negro! (Papá, esto nada tiene que ver contigo...).
Después me hizo levantar de la silla y leer un fragmento de una biblia que tenía perfectamente ubicada sobre un atril en la esquina del cuarto. Entonces me pidió que me sentara otra vez, que rompiera el huevo, que lo echara dentro del plato y que lo agitara de forma circular. De inmediato apareció una baba blanca que él muy oportunamente puso en el “plato hondo de fondo totalmente blanco” mientras yo leía sobre Adán y Eva o cualquier cosa de la biblia que él había escogido al azar. Según me dijo, la baba blanca era una muestra innegable de que alguien me había hecho un rezo y terminó con la estocada “no vaya a perder la plata jugando la lotería, a usted primero hay que hacerle un trabajo de limpieza”. La cifra que me dio rodeaba lo que la mayoría de gente en este país gana en un mes si tiene un contrato laboral.
No volví donde Ángel, porque no pensaba botar más plata y porque al final me generó un terror indescriptible. Y con lo de La Abuela, nada, pasaron el jueves, el viernes y el sábado, llegó el miércoles otra vez y ni siquiera estuve cerca de ganarme uno de los 22 chances que jugué. Tal vez la suerte se me acabó el día que logré anotar el teléfono del Profesor Eduardo. Pero sin duda, lo que definitivamente perdí fueron esos 220.000 pesos que por suerte no eran míos.