¿Qué pasa cuando un escritor acostumbrado a las empanadas y las almojábanas se somete durante una semana a la rigurosa dieta de una presentadora ultrafit, baja en grasas y en porciones, pero rica en lechugas mixtas?
La dieta es esta: a las 7:00 a.m., una espécula de avena con un polvo de proteína concentrada, diluidas en agua caliente, y medio banano, lo cual resulta en un potaje similar, imagino, a la cajita feliz que les daban a los niños en Treblinka. Lleno del potaje, pronto lo aprendí, podía expedir vapores dragónicos por la boca mucho después de haber tomado el desayuno, lo cual me hacía ver como en un fila de sopa durante la gran depresión.
A las 10:00, una tanda de huevos como para indigestar a una anaconda, opacados por 100 gramos de brócoli. Sí, brócoli a las 10 a.m. Uno diría: tres huevos, un break. Pero combínelos con el brócoli, sea lo suficientemente creativo para que esto no se asemeje a lo que se vería en la endoscopia de un manatí. Toda dieta contiene este elemento, uno de desdicha provocada, que dice que si nos comemos una fruna la debemos eliminar con un enema.
A la 1:00, un almuerzo más que frugal: 100 gramos de pollo, 60 de arroz, más ensalada. Ensalada, simples plantas picadas, arbustos monotónicos, abundantes. En esta dieta hay mucha ensalada, lo cual parece incondicionalmente bueno. Pero algo que no se considera es que en ningún restaurante sirven 100 gramos de pechuga acompañada con un par de kilos de batavia, por lo cual es preciso cargar comida.
A las 4:00 se vuelve a comer: un yogur griego que tiene la consistencia de la crema para zapatos Griffin, con una pera. Llegué a amar esa pera, era lo único auténtico en la tarde, por lo cual dar con un mal espécimen me hubiera podido hacer botar bocabajo en la cama para darle puñitos a la almohada. La experiencia, sin embargo, fue una epifanía, porque se descubre la farsa de los productos que nos venden: el yogur griego de Alpina no sirve para esta dieta, no solo por sus aditivos, sino porque no es yogur griego, es yogur tipo griego, como todos los productos de la marca: bebida láctea tipo yogur, materia informe amarilla tipo queso, harina tipo fondue, etcétera.
A las 7:00 se atraviesa una cena con 100 gramos de pescado y más capa vegetal —Dios, la gente que hace dietas debe ser responsable de una disminución significativa de la biomasa— y una cucharadita de lentejas. No está de más afirmar que estas ni siquiera las incluí hacia el final. Es la lógica que aplicaba con el trago: si no puedo tomarme toda la botella, prefiero ni un sorbo. Hay grandeza en ello: poco recordada es la historia del poeta español Espondrelo de Almendralejo, que antes de entrar en Cádiz se paró en un puente y arrojó al río los únicos duros que le quedaban para no ingresar a una ciudad tan bella con tan poco dinero. Esta cena me deja en la misma situación de Espondrelo en Cádiz: muerto de hambre. A esta hora echo de menos un poco de maní, una repasada a la olla del arroz con el fin de emparejar su superficie.
Poco a poco durante el día, la dieta parece ir ablandando bajo la perspectiva de la tortura continuada. El desayuno es insostenible; la cena es menos brutal, y a las 10:00 de la noche todo se corona con una cara chocolatina de proteínas con un solo maldito gramo de azúcar… recompensa para que el cuerpo quiera seguir viviendo otro día para continuar con la dieta.
Se trata de una ingesta de cero azúcar, cero carbohidratos, muy baja en sodio y en grasas. El azúcar, en realidad, no tiene sustituto; la estevia es tan denodadamente dulce que pareciera una venganza que nos dice en la cara: “Ahhh, ¿quería azúcar?… tome”. En cuanto a la harina, la dieta permite una vez al día unas galletitas de arroz inflado que pesan menos que el aire que las rodea y que, como tal, son insignificantes. El sodio yo simplemente no lo había concebido sin el cloruro, y por más que nos digan que es cuestión de costumbre, un caldo de costilla sin sal no es más que una aromática de músculo liso.
Pero el lector se formará una mejor idea de cómo viví esta cosa día a día al repasar mi diario:
Nadie se envicia al brócoli. En los callejones, los adictos no reducen agua de apio para inyectársela y, en las altas esferas financieras, dudo mucho que los brokers enrollen un billete para inhalar quinua. Es una cruel paradoja que lo que más nos gusta nos haga daño. Al parecer, hay comida que le complace al cuerpo aunque nos repugne. ¿Cómo puede haber esta discrepancia entre lo que quiere mi cuerpo y lo que quiere mi mente?
Veo con ansias el mañana para estrellarme contra esta dieta, para vencer. Toda dieta es una especie de manera de pensar en sí mismo todo el tiempo, la enorme cantidad de preparación, envasar, limpiar, comprar, seleccionar. Esta, sin duda, es una de las cosas más egomaniacas que yo haya hecho. Por unos días, el mundo será mi cuerpo y todo cambio en el ambiente, todo pequeño síntoma, deberé leerlo como un proceso interno.
No sé si resistiré. Venceré… o seré vencido.
La comida se ha convertido en una solución medicinal para mantenerme vivo, humano-chow, nutre-man. Todo podría venir en unas croquetas, con agua en el piso, a cambio de que alguien me acaricie desnudo bocarriba. Entiendo por qué los perros disfrutan de esta instancia semisexual: a cambio de la monotonía de su comida deben procurar pequeños placeres genitales. La libido se me ha vuelto prolija, abundante, como la de Eric Zoolander. Si yo no iba a consumir carne, algo habría de consumir. Ignoro el porcentaje de sodio de los seres humanos, pero en el sexo no se ve transferido, lo que explica por qué los y las modelos prefieren una orgía a un consomé.
Al igual que el perro, apenas me terminan de servir, ya tengo hambre. En la Divina comedia, los glotones están en un círculo del infierno en el que llueve sin cesar, empapados, suplicantes, porque la lluvia, como el hambre, no cesa y sin embargo no calma su deseo de comida. El hambre es eso, una lluvia constante, un golpeteo de pequeñas porciones de comida sobre la conciencia que eventualmente la inunda y la desborda.
Antes de esta dieta, abstenerme de comer algo era tan paradójico como dejar de percibir dinero voluntariamente. Comía a cualquier hora, aunque el desayuno, el almuerzo y la cena eran inapelables. De hecho, mi mapa de la ciudad es un glotonario. Lo que me impulsaba a hacer una u otra cosa eran las pequeñas recompensas de comida regadas por la ciudad; empanadas sacadas de un icopor del que todos comparten un pote de guacamole en silencio como en un antiguo ritual, almojábanas que a las 4:00 de la tarde exhalaban al orbe su pecuéquico nardo. Y si a los restaurantes vamos; camarones a la gallera de los que gotea aceite de oliva, montañas de pasta en salsas cremosas como la leche de la mujer amada, quesos sobre galletitas, sobre jamones, quesos sobre otros quesos, jamones puros y salvajes de la selva negra empujados por cervezas de Holanda, sánduches de charcutería a las 4:00 de la tarde, gyozas vietnamitas bañadas en salsas púrpuras y picantes… lluvia de hamburguesas. Debo detenerme.
Pido disculpas. Como en cualquier adicción —yo soy un adicto a la comida—, es la enfermedad la que habla. Anoche, que me acosté con hambre, la enfermedad me habló en la cama, con esa voz de atracador que ella tiene, señalando cosas con la boca: “Papi, hágale, métase el jamoncito, ese que tiene en la nevera, y nos vamos a dormir bien rico, mi rey… ¿quién se va a dar cuenta?”. Si no fuera por ese malhadado tono pensaría que era yo mismo el que me hablaba. Una de las cosas que deberé aprender, como en cualquier adicción, es a diferenciar la voz propia de la de “papi”.
Por cierto, ¿por qué los hombres en la calle ahora se llaman “papi”?
Me siento como Woody Allen en un cuento que narra la historia de cómo se unió a un grupo guerrillero en la Sierra Maestra con otros barbudos para derrocar el régimen. Durante días comió una lagartija llamada el monstruo gila al tiempo que un tipo Arturo tocaba todas las noches Cielito lindo en la guitarra, una y otra vez. No es el poco alimento, es la monotonía de mi monstruo gila, el brócoli, el huevo sin sal… poco a poco se me quitan las ganas de luchar; ya no sé si esta idea sea tan buena.
Al tiempo, crece el desorden descomunal en mi cocina. No puedo creer la mano de preparación que implica esta dieta. Cargar comida de un lado para otro, una itinerancia: mi carro huele a huevo con un toque discreto y coqueto de atún en agua.
Poco a poco, aprendo las maneras de hacer de la necesidad virtud. El día 1, tres huevos hervidos, cien gramos de brócoli y una galleta de arroz los ingería en línea: como hostias, no tenían ningún efecto sobre mi alma ni mi cuerpo. Era el sabor del sacrificio. Fui sintetizando; si bien no es posible el placer, al menos sí el glamur que impide que nos transmutemos en bestias irredentas. Picar el huevo muy fino, mezclarlo con el brócoli y ponerlo encima de la galleta. Voilà, un maldito pasabocas. Una de las primeras cosas que hace Robinson Crusoe al llegar a su infausta isla, recordará el lector, es fabricar una cuchara y un tenedor para comerse el mismo coco todos los días… y no bestializarse en el proceso.
Tampoco yo me volveré un salvaje.
Aún espero la iluminación.
Cuando el cuerpo suspende repentinamente los carbohidratos, su combustible no dietético, debe hacer un switch a la grasa almacenada. Es por ello que en los accidentes aéreos en las montañas y en las hambrunas posnucleares, los gordos salimos triunfantes. Así hemos inundado a la humanidad de más gordos. Yo ansiaba hacer el switch no solo por la pérdida de peso, sino por la sensación de tranquilidad y bienestar que describen los que ayunan. Al parecer, el combustible preferido del cuerpo es esta grasa almacenada, y el consumirla procura sentimientos de tranquilidad, bienestar, temperancia, expansión.
Debo decir que nada de esto obtuve.
Los grandes movimientos místicos y religiosos han estado asociados al ayuno y a las dietas altamente restrictivas: el antropólogo Marvin Harris afirmaba que no era la religión la que proponía el ayuno, sino el ayuno el que posibilitaba la religión. Aldous Huxley conjeturó que era la dieta de hambre de los cristianos medievales previa a las fechas religiosas la que permitía que la llegada a las iglesias, con sus vitrales, sus pantocráteres y su música sacra encendiera el fervor, uno que llegaba hasta las raíces del inconsciente. También en los ayunos aparecen los demonios; cuando Cristo ayunó en el desierto, debió batallar contra el Diablo. Y en efecto, la batalla de la dieta pareciera una cruzada contra la tentación que ofrece sexo y poder a cambio de sucumbir a una empanada.
Yo debía estar haciendo la dieta equivocada porque no tuve ni hálito, ni inspiración, ni clarividencia más allá del hecho de constatar que en la grasa hay bienestar, motivo por el cual los animales que comen grasa suelen ser capaces de pasar gran parte del día en paz. No es una metáfora vacía; en la década de los noventa, la ciencia médica ensayó dietas de cero colesterol bajo la creencia de que si la grasa causaba enfermedades cardíacas, la ausencia de ella las evitaría. Descubrieron para su sorpresa que moría más gente a causa de suicidio, accidentes, riñas. La grasa es uno de los elementos que forjan la química de la felicidad neuronal.
Puede ser una conjetura vacía, pero al perder un cuerpo sobrealimentado, si bien gané ligereza y energía, perdí cierto timbre en mis palabras, cierta agilidad mental que da solo la enfermedad crónica. Estas palabras las redacto sin el habitual jingle que siento al escribir. Puede deberse a mil otros factores, pero como un cronista juicioso me apego a los hechos y los narro: que el lector inserte los vínculos causales.
Que se me terminen las provisiones, mis opioides de proteína en polvo, es tan grave como quedarse sin agua en la Estación Espacial Internacional. Debo programar mi primera visita a los almacenes de comida saludable.
Tan paradójico como la dieta es entrar al mundo de la comida sana. Lo primero que me impacta es descubrir que la industria de las dietas es una rama de la industria del ocio —la misma que nos engorda—, y es como proyectar una versión saludable de la comida chatarra. Se consigue de todo, ¿alguien de ánimo para unas Pringles de tofu? Lo importante, como en la comida vegetariana, es emular la que no es sana.
Fui un par de veces a las tiendas: esta gente que no come nada procesado confía más en un polvo en sobre con sabor a caramelo con sal que en un steak. Al parecer, no cuenta como procesado. Los dueños de los locales lo saben, dichosos cobran 10.000 pesos por una barra energizante —si costara 3000, nadie la compraría—: todo tan orgánico, tan natural, vidrios decorados con lianas, sillas de plástico desestresantes por si te quieres comer in situ los 200 gramos de polvo que te han costado 100.000 pesos, sitios habitados por mujeres en ropa de gimnasio. Yo era un parrillero en tierra de vegetarianos.
Es un misterio cómo funciona: el cuerpo suele soñar justo con lo que le hemos cortado. Desarrollé un antojo de preñada por el arroz chino. Tardé en percatarme de que era una de los platos con más alto contenido de sodio en mi menú; mi cuerpo sabía lo que quería y me halaba el pantalón para que se lo diera. En una absurda batalla en la cual el deseo y la racionalidad terminan concertando para perjuicio de ambas, deseaba el cono del helado sin el helado; mi cuerpo quería el carbohidrato, pero mi mente, caliente en las dietas, quería quitarle el placer a la experiencia; resultado, comamos el cono vacío.
Estas palabras, “alto contenido de sodio”, “carbohidrato”… ¡Dios, ahora soy una de ellas, una mujer de gimnasio atrapada en el cuerpo de un gordo que escribe!
Decía Antón Chéjov que si en una obra de teatro introduces una pistola cargada en el primer acto, tendrá que haberse disparado para el tercero. Mi nevera aún está cargada de comida real, carne de res calibre 9 milímetros, ojivas de hamburguesa, por no mencionar las frutas que en un loco delirio llevo una semana sin consumir. Todas están que se estallan porque yo hice esta dieta a rajatabla. Si esto sigue, tarde o temprano me voy a descargar un banano entero antes de que caiga el telón.
El día después de haber terminado, estaba perdido en cuanto a qué comer. Ya todas las costosas provisiones se me habían agotado y solo quedaba sodio en mi nevera. Lo pensé dos veces antes de embutir un pedazo de piña entre un jamón barato del D1 y empujármelo en la boca como si fuera un canapé de matrimonio al que uno se coló. El sodio se regó por mi boca, el azúcar y la grasa colmaron las papilas que regresaban al neolítico. Era como si nunca se hubieran ido: me inundó una sensación casi maternal de bienestar. El hambre se había ido para siempre.
Pero como en toda reconciliación, siempre hay algo que pende. En la mitología griega, como castigo por haber sido tan tacaño de no disponer carnes sino a su propio hijo en un banquete, a Tántalo los dioses lo sumergieron hasta el cuello en un lago cuyas aguas se retiraban cuando intenta beber, rodeado de todo tipo de manjares. Yo no había engañado a los dioses, pero ellos me habían impuesto con esta dieta un castigo más sutil y perseverante; el de preguntarme sin cesar de acá en adelante si el agua del charco en el que me regodeaba con mis antojos tenía un porcentaje de sodio lo suficientemente bajo y saludable como para que valiera la pena estirarle los labios.