Al mejor estilo de su show Quién pidió pollo, el humorista Antonio Sanint cuenta cómo superar uno de los episodios más temidos por cualquier hombre.
El baño es uno de esos lugares en el mundo en los que uno se siente tranquilo y seguro, porque en general está completamente solo y puede pujar, expresar y mirarse en el espejo como a uno se le venga en gana. Sin embargo, el baño puede ser un lugar peligroso para la integridad físico-psicológica de una persona. Especialmente si es en baño prestado.
El baño de “emergencia” de todas las casas más bien parece ser una pequeña vitrina del buen gusto del hogar colombiano donde la mamá intenta a toda costa demostrar que en ese pequeño cuarto de dos metros cuadrados donde los invitados hacen “cositas cochinas” también se puede tener buen gusto. (Cómo sobrevivimos a... Vestirnos sin apertura económica)
En un baño de emergencia de nuestro país no puede hacer falta una colección de frascos de vidrio de perfumes sofisticados de todos los tamaños y, claro, vacíos. Es como una forma de demostrar que durante muchas generaciones han tenido la plata suficiente para oler bien… y fino, pero no la suficiente para compartir estas fragancias con los invitados. No falta la familia que pone jabones coleccionados de diferentes hoteles del mundo y que, obviamente, algún pariente adinerado les ha traído de regalo, pues está claro que si ellos hubieran estado en el Ritz de Paris o en el JWT de Tokio se lo abrían restregado allá. Las pequeñas toallas decorativas son cada vez más de un material que asemeja el terciopelo papal y menos algo para secar manos, por lo cual uno tiene que recurrir al pantalón o al tapete que combina con la toalla. Igualmente, el esfuerzo de tener cosas lindas y finas se les agradece a las señoras, aunque todos sabemos que en el baño “principal” de todos nosotros el jabón es Elefante, los perfumes vienen en forma de desodorante y la toalla más querida y la que mejor seca es la que se robaron las vacaciones pasadas en PisciLago.
Es aquí donde uno como ser humano puede pasar los peores momentos de su vida, especialmente si ha sido invitado a almorzar un domingo a la casa de la novia para conocer a sus suegros y el resto de la familia política.
Después de tomarse cuatro refajos, porque los tíos quieren medir la tolerancia etílica del nuevo miembro de la familia, uno es invitado a pasar a la mesa donde es recibido con empanadas de la abuela. A esto le sigue un exquisito sancocho que, para empezar a meterle la cuchara, hay que sorber antes por los bordes para bajar un poco el nivel, pues de lo contrario puede terminar salpicando a la cuñada en el ojo. Vuelven los tíos a medirle su nivel de compromiso con su masculinidad cuando le pasan el ají y todos miran a ver con cuántas cucharadas se va atrever. La mamá pasa con un jugo de guayaba helado que uno no puede evitar tomarse dos vasos para parar los destrozos que está logrando el picante endemoniado en la lengua. No contentos con verlo sufrir sudando como un cachaco en taxi costeño, le vuelven a medir el tesón preguntándole si quiere repetir. Al final, uno no puede negar el dulce de papayuela pues uno para eso, aunque se atiborre de comida, siempre “guarda un campito”. (Cómo sobrevivimos a estudiar sin internet)
A la hora, todos esos ingredientes empiezan una lucha a muerte en su estómago pues ninguno tiene nada que ver con el otro. Es como una guerra de pandillas peleando por un territorio estomacal donde el que más pone problema es el ají, que como un pequeño duende salta por todos lados. Desde afuera, esta pelea se oye como un rugido de león en celo. Llega un momento en que la trifulca es tan fuerte que aparece el colon, que no es más que un jefe de evacuación y a empujones empieza a sacar a todos por la salida gritando: “¡Bueno, no más joda de nadie… se salen todos ya de aquí!”.
En ese momento, uno empieza a respirar profundo rogándole a Dios que los retorcijones en la barriga sean pasajeros. Pero no. Estos cada vez se hacen más fuertes hasta que uno empieza a hacer cálculos de distancia hasta el baño en la casa de uno para ver si con una buena estrategia logra llegar. Desafortunadamente, estos cálculos de distancia fecal le indican que de ninguna manera lo logra y opta por pedir prestado el “baño de emergencia”. Por eso lo llaman de emergencia.
Uno entra y, cuando se sienta, por unos segundo siente que el alma vuelve al cuerpo, pero ese alivio no perdura mucho, pues ahí uno se da cuenta de que, una vez más, se sentó sin cerciorarse de que hubiera papel. Aquí, uno mira al cielo y empieza a rezar: “Que haya papel, que haya papel”… Se voltea y ve algo que le produce más pavor desde que vio El exorcista a los 8 años: un tubo de cartón vacío con un pedazo de papel higiénico de tres centímetros de largo que cuelga lánguido y abandonado.
Después de abrir todos los compartimientos posibles y de no encontrar nada, uno tiene que recurrir a la recursividad que le aprendió a Mac Gyver, y con la uña desprende una esquina del tubo de cartón y delicadamente lo desenrolla hasta tener en sus manos algo que semeja a unas largas tiras de papel lija.
Cuando sale del baño más relajado y menos pesado, se sienta con la familia a conversar y está tranquilo hasta que la novia le dice a uno en frente de todos: “¿Gordo, tú viniste con una sola media?"
Toda la familia voltea a mirar, y a lo lejos el tío más pesado de todos abre la puerta del baño y grita con toda la fuerza: “¡Oiga, Sanint, cuando coma león, péinelo!" (Cómo sobrevivimos a la televisión de los ochenta)