Sobrevivimos, sin duda, a la publicidad televisiva de aquellos años. Debemos aceptar sin preámbulos ni mayores vueltas que hay una zona de nuestro cerebro inservible en la que se quedaron almacenados los jingles de esa época.
Oímos a Otto Greiffenstein cantar “Con Top, el detergente / su ropa dura más”, y a Susana Caldas, “La Fina, la margarina…” hasta la saciedad. Pero nada nos había preparado para Carlos Calero y Ricostilla, eso hay que reconocerlo. Sobrevivimos a “Con mis Gudiz soy feliz porque son de maíz”, a “¡Mejor, mejora, mejoral!” y a una veintena de estribillos similares que andan por ahí en nuestras circunvoluciones cerebrales, pues los oímos tantas veces como para que las neuronas quedaran formateadas con esa información. Jamás las recuperaremos, su única utilidad es contestar las preguntas de trivia que surgen cuando uno está en grupo generacional tomando trago. Y como la gente generalmente tiene el mismo círculo de amigos, entonces termina agotando ese tema bastante rápido. (¿Cómo sobrevivir a una emergencia estomacal en el baño de su suegra?)
Sobrevivimos con ese churrusco de seso inservible como un chuncullo a la parrilla, ocupado apenas en que el Milo nos da energía y que Cal-C-Tose sabe rico, cosa que era una inmensa mentira porque, a diferencia del Milo, el Cal-C-Tose comido con cuchara sabía a arena de gato. Además nos traumatizó mucho que nuestros padres no fueran tan comprensivos y cariñosos si nos embolatábamos todo el día, como el padre que cantaba “Hola, campeón, ¿por dónde andabas, cuéntanos de tus días…”.
Sobrevivimos a series japonesas plagadas de miseria y crueldad, como Marco y Remi. Pero ninguno era tan pasado, tan extremo en su infinita desgracia, jamás igualado por Dostoievsky ni Kafka en hundimiento moral y ausencia de esperanzas, como Jose Miel. A lo mejor, si no hubiéramos visto sufrir tanto a Jose Miel, se habrían prevenido algunos suicidios. Recuerdo con horror el capítulo de una araña que debía comerse a la mitad de sus hijos, porque a eso la obligaba su naturaleza, y sufría pero se preparaba para ese momento como un samurái anticipa su harakiri.
Sobrevivimos a efectos especiales demasiado dudosos, como los de Zafiro y Acero y Sankukai, con sus artificios de cartón piedra, sus computadoras de lucecitas y robots de semáforo. Por eso creíamos en los sillones de Galáctica, y que en el siglo XXV de Buck Rogers diseñarían robots insoportables con capul metálico y la muletilla “biribiribiri”. Nada, sin embargo, nos anticipó que íbamos a ser capaces de perpetrar La dama del pantano, paupérrima serie de papel aluminio y bombillitos navideños que saló para siempre a Juanita Acosta. Esa serie es una medida del daño que causó esa televisión en nosotros. (Cómo sobrevivimos a estudiar sin internet)
Sobrevivimos a una época muy extraña en la que, si excluíamos los programas de Jorge Barón, José Fernández Gómez y Saúl García, todo lo demás lo presentaba Pacheco. Él estaba por la mañana, por la tarde y por la noche: en el programa concurso, en el de entrevistas, en un programa infantil, en absolutamente todo. Pacheco era múltiple y ubicuo, como un dios catódico: estaba en todos lados. Eso nos debió causar cierta esquizofrenia que poco se mitigó cuando todos los programas se dividieron entre los presentados por Pacheco y los presentados por un delgado y peludo Jota Mario Valencia. Nunca nos imaginamos que Jota Mario, con la calvicie y la gordura, iba a volverse tan antipático.
Sobrevivimos a una época en que, a diferencia de Amparo Grisales y Nórida Rodríguez, la gente envejecía. Incluso actores como Carlos Muñoz, Teresa Gutiérrez y Luis Chiappe, que en paz descansen, hicieron de abuelos durante prácticamente todas sus carreras. Conocimos una televisión en la que Judith Sarmiento, una excelente periodista no muy agraciada, parecida en atuendo y gafas al Dustin Hoffman de Tootsie, podía ser una presentadora estrella de televisión. Vimos a una camada de actores infantiles poco agraciados, como Cusumbo, Julius y Ramoncito, así como buena parte del combo femenino de Pequeños gigantes. No nos esperábamos las mamis de Las Juanas y O todos en la cama; tampoco sospechamos que las de Oki Doki iban a ponerse así de buenas.
Claro que eso es lógico, pues nuestra ensoñación erótica despertó con Nelly Moreno, cuando la televisión era más tolerante y menos cerrada a ciertos patrones de belleza. Después de provocadoras escenas y un papel estelar en la cinta Erotikón, Nelly se convirtió al cristianismo. Después de ello, antes de desaparecer de las pantallas para siempre, protagonizaría una novela llamada El último beso, en la que ni ella ni el galán Guillermo Gálvez se daban siquiera ese último beso. Nelly Moreno renegó de su pasado y nos partió el corazón. Pero gracias a ella quedamos curados de espanto y por eso nos tiene sin cuidado lo que pase con Amada Rosa Pérez, la ahijada del procurador.
En fin, sobrevivimos a una época en que, a cambio de engrasarte todo el cuerpo y poner tu vida en peligro, te daban unos zapatos Siman Plast; una época ingenua, previa a los shows escatológicos de Cristina y Laura Bozzo, los realities impúdicos, las telenovelas mexicanas made in Colombia y los programas de chismes como El lavadero y Sweet. A pesar de todo eso, seguimos viendo televisión. (Cómo sobrevivimos a Vestirnos sin apertura económica)