En nombre de tantos hombres que decidieron no ser papás, el periodista cultural Jaime Andrés Monsalve expone las razones que lo llevaron a esta decisión.
No y no. Y no solo no, sino que ni por el putas.
Muchos, al igual que yo, lo han vociferado, pocos se han mantenido en el clamor. El último colega al que le leí un texto al respecto, en esta misma revista hace unos años ya, se anotaba esta perla: “Siempre he pensado que la felicidad debería ser otra cosa. Como por ejemplo tu mujer diciéndote: ¡Me llegó!”.
Me cuentan que el cronista de marras anda por estos días cambiando pañales, que no se cambia por nadie. En todo caso fue un gran texto, querido Karl.
Pero bueno, nadie ha dicho que este es un tema gregario. No me voy a poner en competencia. No puedo asegurar que no voy a acabar en las mismas. Porque dicen los que ya lo saben que ni siquiera es cuestión de decidirse o no, que cuando llegan las noticias de París simplemente no hay tiempo de detenerse a pensar, y que el día que recibes el paquete no en una tela asida del pico de una cigüeña sino en un envoltorio de sanguaza, ese será el día más feliz de tu vida.
¿Pues qué si no lo creo? Y si la única posibilidad de saberlo es vivirlo, ¿qué de malo tiene quedarse en la ignorancia?
Creo recordar el momento exacto en declarar mi imposibilidad moral de traer más carne a este matadero. Debía yo tener 16 o 17 años cuando mi hermana menor, a quien llevo de ventaja 14 primaveras no más, me preguntó, bebé ella, por qué había niños pobres. Consideren ustedes que tan pronto tienen una mediana capacidad de hablar, todo niño pequeño hace alrededor de 400 preguntas al día. ¿Cómo pretenden que uno responda las otras 399 cuando la moral se nos ha deshecho en una?
Ha llegado recientemente Ezequiel a la familia, y hay quien quiere ver, en el gesto alelado y tontarrón con que salgo en todas las fotos con mi primer sobrino, un resquicio por el que se asoma una esperanza en mi simiente. Veo los esfuerzos de mi hermano y su esposa en darle lo mejor de este mundo, presas de un cansancio por el cual no culpan a nadie, siempre poseídos por un afán desinteresado, y esa es una razón absoluta para admirarlos más y para querer reproducirme menos. No quiero pensar en talcos, médicos, pañales, llantos. Que el día que se me junte todo eso sea en el ancianato.
Sembrar un árbol. Tener un hijo. Escribir un libro. Las dos primeras cosas ensucian un poco. ¿No se vale haber escrito tres libros?
Sabio el escritor Clarence Darrow cuando dijo: “La primera mitad de nuestra vida nos la arruinan nuestros padres y la segunda mitad, nuestros hijos”.
Y lo primero que arruinan, después del bolsillo, son los gustos. ¿Todavía pasan por TV a los Teletubbies? ¿Por cuenta de un bebé tengo que aprenderme sus canciones (¿las tienen?) o perder la dignidad pidiendo “abachos”? ¿Qué de simpático podría ver en que me hagan disfrazar de Barney en la fiesta infantil porque soy el más cercano de mi familia a sus proporciones? ¿Qué lección de autoestima puede proveer un muñeco con nombre de acomplejado como Pocoyó?
La decisión de no tener hijos, con todo y su radicalismo, se hace plácida cuando piensas en que te evitarás noches en vela, compra de útiles escolares, reuniones de padres de familia, sustos gratuitos, daños en casa, berrinches en lugares públicos, comparsas anodinas, chicles en el pelo, epidemias de piojos, juguetes al borde de la escalera, circuncisiones, diarreas, danzas folclóricas (decía el director de orquesta Thomas Beecham que eso y el incesto eran lo único que debía evitarse en vida), malas notas, ruido de balones o de flautas desafinadas por toda la casa, brotes de varicela, paredes rayadas, leche devuelta por la nariz? Y hay quienes aún tienen el caradurismo de decir que todo eso, justamente todo eso, es lo que constituye la felicidad. Hay cada vocación de faquir.
Eso, cuando estén pequeños. Luego se convierten en una masa de pulsión adolescente que mira de soslayo como no sea para pedir plata. Digamos que por bien que le vaya a uno aguantando desplantes y displicencia, hay que irse olvidando de lo que fuimos. ¿Eras lector compulsivo? Pues a leer los prospectos de los jarabes. ¿Te gustaba ir a cine? A contemplar el espectáculo 3D de tu hija saliendo con ese, con este y con aquel. ¿Coleccionabas música? ¿De verdad crees que tu colección sobrevivirá a esos focos de acné y desinterés? De solo pensar en mis discos violentados por esas manos criminales aplaudo la reacción airada del personaje de Manuel Vicent en No pongas tus sucias manos sobre Mozart, quien de padre librepensador pasa a feroz defensor de sus discos ante el flagrante manoseo de una hija desidiosa.
No, no, en serio que no. Y me amparo en Lord Chesterfield, que dijo: —Teniendo en cuenta cómo suelen resultar los hijos, rara vez será una desgracia no tener hijos.