Antes que saber quién creó el universo o qué pasa después de la muerte, hay un misterio aún más grande y es saber qué quieren las mujeres. El novelista argentino Marcelo Birmajer se aventura a dar una respuesta.
"Me contaron que una gran dama de la corte —que tenía varios hijos y estaba casada con el primer ministro, el súbdito más rico del reino, hombre muy agraciado y enamorado de ella y que vive en el más bello palacio de la isla— bajó a Lagado con el pretexto de su salud. Allí estuvo escondida varios meses, hasta que el rey mandó un auto para que fuese buscada, y la encontraron en un lóbrego figón, vestida de harapos y con las ropas empeñadas para mantener a un lacayo viejo y feo que le pegaba todos los días, y en cuya compañía estaba ella muy contra su voluntad. Pues bien: aunque su marido la recibió con toda la amabilidad posible y sin hacerle el menor reproche, poco tiempo después se huyó nuevamente abajo, con todas sus joyas, en busca del mismo galán, y no ha vuelto a saberse de ella”, escribe Jonathan Swift, en la segunda parte de sus Viajes de Gulliver, cuando el protagonista visita el reino de Laputa y los territorios aledaños.
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"Si lo dijera yo, se me podría tachar —escribe el Arcipreste de Hita en su Libro del buen amor—, mas lo dice un filósofo, no se me ha de culpar”. Pues bien, si yo, Birmajer, recogiera el testimonio con que abro este artículo, o lo pergeñara, podría acusárseme de misántropo o tremendista, pero forma parte de uno de los más grandes clásicos de la literatura universal de todos los tiempos, publicado en fecha tan temprana como 1726. Ya por entonces, una mujer abandonaba al hombre que la amaba, a su familia y su bienestar, por un hombre que le pegaba. Similar destino elige la protagonista de la película La pasión turca, interpretada por Ana Belén, 250 años después.
Ambas historias de ficción, con innegables referencias en la realidad, nos llevan a preguntarnos, una vez más, qué quieren las mujeres de los hombres. La película protagonizada por Mel Gibson llamada en español Lo que ellas quieren narraba la historia de un hombre capacitado para escuchar qué piensan las mujeres. Pero lo que ellas piensan no equivale a lo que hacen, ni a lo que quieren, que a menudo son cosas totalmente distintas entre sí. Por lo que, aun cuando un hombre fuera capaz de escuchar lo que una mujer se dice a sí misma que desea, bajo ningún concepto esto le permitiría satisfacer los deseos que ella misma no se confiesa.
Darío G., divorciado a los 40 y vuelto a casar a los 50, vivió un largo recorrido de promiscuidad durante esos diez años. “Mientras estuve casado, siempre intenté satisfacer sexualmente a mi esposa. No soy un especialista en el tema, pero sé que durante décadas el orgasmo femenino no fue tomado en cuenta. De modo que durante mis diez años de matrimonio siempre puse especial interés en que mi esposa alcanzara su clímax. Hay que decir que sus delicadezas para conmigo no eran equivalentes. De diez veces que yo quería hacer el amor con ella, ella aceptaba tres, o cuatro. Y de mis muchos pedidos, pocos me eran concedidos.
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De pronto descubrí que por mucho que yo me dedicara a hacerla feliz sexualmente, esto no derivaría en un trato similar hacia mí. Aguanté diez años y me separé. Las muchas mujeres con las que estuve posteriormente fueron mi consuelo, pero a ninguna le dediqué los desvelos que a mi esposa. Siempre con su consentimiento, las trataba como yo quería, por donde quería y sin atender a su orgasmo. En la mayoría de los casos se enamoraron de mí. Pretendían una relación más estable. Me veían como alguien muy personal, enérgico y singular.
Casi ninguna de ellas tuvo un orgasmo conmigo, y estoy hablando de relaciones que en algunos casos duraron años. Entonces… ¿qué rol juega el placer sexual de la mujer en su enamoramiento de un hombre? No tengo idea. Me volví a casar porque necesitaba una casa cálida, un plato en la mesa, un beso antes de ir a dormir”.
Lucio F. es ahora ejecutivo de una empresa minera. Pero cuando yo lo conocí, 20 años atrás, estudiaba Administración de Empresas y trabajaba en un puesto intermedio de una agencia de relaciones públicas. “¿Te acordarás de Marita? Entre noviazgo y casamiento, estuvimos 20 años juntos. A mí, cuando salía de la empresa, siempre me gustó estar bien informal. Ella detestaba que yo no combinara los colores, que usara zapatillas cuando iban zapatos o que no me cambiara de inmediato una prenda si estaba levemente manchada.
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En cierta ocasión, viajábamos en taxi hacia el aeropuerto y me dijo que yo estaba vestido de un modo ridículo. Me pidió que, al llegar al aeropuerto, me cambiara en el baño. Le dije que no pensaba hacerlo. Me dijo que ella no quería estar a mi lado en el aeropuerto, y mucho menos en el avión, si yo estaba así vestido. De hecho, viajamos separados, y solo nos reconciliamos al llegar a Hawái, luego de doce horas de viaje. Así y todo nos casamos. Muchos matrimonios se separan, pero ella me dejó por nuestro mecánico. El tipo cuya ropa estaba siempre manchada. Que se vestía como un pordiosero, que ni siquiera cuidaba su higiene personal. Nunca supe qué era lo que me reclamaba cuando me exigía un buen vestir. Pero evidentemente no se trataba de eso”.
Para Adrián H., los resultados fueron favorables, pero las conclusiones desalentadoras: “Durante años, viví con el estigma de mi falta de fuerza física. Es cierto que siempre fui bien plantado; al menos eso escuché decir de mí a las mujeres. Pero delgado, cool, nunca fuerte. Fui hippie por necesidad, era la manera menos mala de llevar mi physique du rôle. Luego bohemio, finalmente plomo y sonidista de una banda. No me fue mal, si uno mira el punto de partida.
Siempre me fue bien con las damas, muy para mi sorpresa. Pero uno de los eventos en particular me alteró severamente. Yo estaba en una heladería cuando un hombre con actitud agresiva rozó con sus partes el trasero de una mujer. El marido de la mujer salió en su defensa. El acusado negó el hecho, pero yo lo había presenciado y era bastante evidente. El acusado increpó violentamente al marido, incluso lo empujó; el marido respondió con una trompada, pero el acusado no se quedó atrás. El marido se fracturó la muñeca y el acusado aprovechó para golpearlo, ya sin que se pudiera defender. Yo me limité a llamar a un policía. Pero pude haber intervenido mucho antes.
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La policía separó a los contrincantes, se llevaron al acusado preso y yo ayudé a llevar en camilla al herido a un sanatorio que había a una cuadra, sobre la calle peatonal. Ya en la sala de espera, mientras lo atendían, inicié diálogo con la mujer, que ahora es mi amante. Todavía no puedo entender cómo engaña al marido, valiente, que arriesgó todo por ella, y premia al cobarde que ni siquiera salió en defensa del indefenso. ¿Qué explicación le encontrás?”.
Todos estos testimonios, excepto las dos obras de ficción citadas, son estrictamente reales. Y no son excepcionales. Podría surgir una conclusión maliciosa de estas paradojas: el hombre debería ser violento, cobarde y desapegado. Pero, como ya he dicho en otros artículos, cualquier hombre violento debe ser reprimido y encarcelado, son criminales sin contemplación posible; y sigo apostando por el valor a favor del inocente y por el respeto por los demás. Pero respecto a qué quieren las mujeres de los hombres, no a cómo deberían comportarse los hombres, sigo considerando mucho más sabios libros como Gulliver y El Quijote que cualquiera de las contemporáneas páginas de autoayuda que pretenden descubrir el secreto de la armonía en la pareja.