Marica, malparido, güevón. Sé que leerlas así como tan fuera de contexto es bastante chocante, yo misma no sé si borrarlas y pensar mejor en otro tema.
Seré valiente, puede que valga la pena disertar sobre términos que ya hoy por hoy son más muletillas del habla que insultos en sí mismos.
Confieso que me encantan las groserías, hay unas que me gustan más que otras, sin embargo algunas me parecen una grosería absoluta y me siento incapaz de decirlas y mucho menos de escribirlas.
Esto quiere decir que cuando se utilizan sin amargura pueden ser deliciosas, ya que su espíritu transgresor (que es precisamente lo más atractivo que tienen) sigue intacto sin que haya damnificados. A mí me gustan principalmente por su sonoridad, porque quitándole toda historia de contenido a la palabra me parece rica de pronunciar, sobre todo cuando me pego en la canilla o en algún dedo del pie; por ejemplo, el clásico y pintoresco hijueputa también tan colombiano, y esto me lo entienden mejor los músicos, tiene su antecompás ‘hijue’ y luego cae en tiempo fuerte ‘pu’, que es lo que la hace contundente en cuanto a acento y percusión.
En mi lista de groserías favoritas, que no es muy larga, tengo la preferencia de antecederlas con “pedazo de...” y la grosería. Aunque pareciera que su destino fuera la honra de una persona, debo decir que simplemente me gusta, así sin más. No soy persona de peleas y recurrir a palabras insultantes para dirigirse a alguien, en cualquier caso me parece incluso más inútil que inmoral.
Adoro el español bien hablado, me apasionan las palabras, además admiro la elegancia, cualidad imprescindible para decir groserías. Al ser la elegancia una condición del alma, solo si el hablante la posee tendrá licencia para utilizar símbolos de tan fronterizo y delicado uso.
Solo así, y echando mano del don de la oportunidad, puede salirse con la suya el equilibrio estético en el discurso hablado, transgrediendo a su vez el propósito para el cual fueron inventadas. O sea, groserías sin grosería.