Diatriba

Esta maldita moda de ser saludable

Por: Leila Guerriero

¿En qué momento una limpieza de intestinos se volvió una moda? ¿Por qué ahora todos miran las etiquetas para comprobar si es comida orgánica o no? ¿Desde cuándo la leche es comparada con el veneno?

En la sala del departamento, un sexto piso en un barrio elegante de la ciudad de Buenos Aires, hay una mesa baja, sostenida por los cuerpos de cuatro elefantes de madera, debajo de una foto enorme de Sri Padmavati Amma y Sri Bhagavan, fundadores de la Oneness University y promotores de un método de meditación y crecimiento espiritual. La sala está separada de la cocina por un vidrio a través del que se ven paredes verdes, un mesón con recipientes que contienen sémola, lino, sésamo, pasas de uvas, dátiles, manzana rallada, rodajas de limón, canela en polvo, naranjas, bananas, jengibre y, pegadas a los azulejos, unas calcomanías que dicen: “Los peces son amigos, no comida”. Hay dos canillas: una por la que sale agua de la cañería, otra por la que sale agua de filtro, que se usa para lavar verduras, hacer té. Carina Zimmerman calza zapatillas Nike blancas y lleva, sobre blusa y pantalón igualmente blancos, un delantal verde con flores estampadas. Su hoja de vida dice que era analista de sistemas hasta que, 15 años atrás, comenzó a investigar la alimentación natural. Viajó a la India —donde asistió a un seminario en la Oneness University— y, en 2009, participó de un taller de comida crudivorista. El crudivorismo propone ingerir solo alimentos crudos (vegetales, semillas, brotes y frutas, nada de carnes ni harinas comunes) porque, sostiene, sometidos a temperaturas elevadas los alimentos pierden el 50% de las proteínas, el 80% de las vitaminas y los minerales y el 95% de los nutrientes. Carina es couching nutricional, y una de sus ocupaciones es dar talleres como el de esta tarde, en el que enseña a preparar comida cruda (o viva) a un grupo de mujeres.

—Francis, te voy a pedir que me hagas el juguito de una naranja.
Francis es paraguaya, usa pantalones ajustados y un poncho corto de tela verde con volados, que es su uniforme de empleada. Al principio, cuando empezó a trabajar en esta casa —donde come, duerme y se ocupa de la limpieza y de una niña de cinco años— no quería probar lo que le daban de comer. Ahora, incluso, le gusta. Las preparaciones tienen nombres que, más que nombres, son oxímoron: sushi y falafel de almendras; quesitos de semillas; hamburguesas de arroz. La receta de hoy —trufas de harina de almendras— lleva dátiles remojados durante cuatro horas, almendras y pasas de uva, cacao en polvo, manzana rallada, coco, sésamo, bananas, todos productos orgánicos comprados en un sitio ídem. Carina dice que este tipo de cocina no toma más tiempo que la tradicional y que —a pesar de las toneladas de frutas secas y verduras orgánicas que se utilizan— tampoco es más cara. 
—Tengan cuidado cuando compren coco, porque el coco es un desastre. Viene con azúcar. 
—Ah, no, yo traigo coco cuando viajo al exterior —dice una de las mujeres.
Una hora antes, al comenzar la reunión, Carina contaba que, con una dieta frugívora, el organismo se depura y se nutre:
—Necesitamos desintoxicación permanente. Si no nos ocupamos de la desintoxicación, el organismo se va taponando y colapsa. 
Toxicidad, taponamiento y colapso son conceptos que usan a menudo crudivoristas y vegetarianos, combinados con una palabra que ‘rankea’ alto: intestino. “Las harinas y los lácteos generan una gran mucosa intestinal y si eso no se limpia es difícil que se puedan absorber nutrientes —decía Carina—. El primer paso es una limpieza de los intestinos para generar un ambiente limpio, desintoxicado. Si le damos oxígeno, minerales, nutrientes, el organismo se recupera solo. Pero hay que ver el punto de partida, el grado de intoxicación. Por eso no se puede ser tajante y decir ‘Un cáncer se cura en la alimentación’”. Quizás no se diga, pero es lo que se espera. 
Néstor Palmetti, maestro y gurú de Carina Zimmerman, es autor de un libro llamado El paquete depurativo, en el que escribe, entre otras cosas, que “los modernos problemas de salud son apenas síntomas del ensuciamiento corporal generado en las últimas décadas a causa de nuestra antinatural alimentación artificializada (...). Es fácil constatar cómo reduciendo la toxemia remiten los síntomas que habitualmente rotulamos como enfermedades”. Quizás no se diga, pero es lo que se espera. Porque tiempos corren en que quienes se enferman son solo quienes quieren enfermarse, y siempre por la misma, por la mismísima razón: insistir tozudamente en cometer prácticas impuras. 
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Hasta no hace mucho bastaba con haber sobrevivido a truculencias exageradas —polio, tuberculosis— para llamarse sano y dedicarse a vivir, entre la certeza y la incertidumbre, entre la seguridad y la experimentación, bajo las condiciones de temperatura y pobreza que hubieran tocado en suerte. Ahora, estar sanos se define cada vez menos por la ausencia de enfermedades y cada vez más por llevar un estilo de vida saludable, sostenido en la idea cautelosa de que, si hacemos lo correcto, podremos ya no morir sino desconectarnos, profundamente viejos, completamente sanos, por nuestra propia y única voluntad. En el estilo de vida saludable anida la promesa de vivir para siempre. Y vivir para siempre es lo que todo ser humano quiere. (O debería querer). 
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Flaminia Calabresi tiene 26 años. Es vegetariana desde los 21 y crudívora desde hace nueve meses. Vive en Brasil, donde trabaja en un hotel. Dice que en algún momento empezó a ver la carne “como un ser, y la sangre del bife empezó a ser realmente sangre. El ser humano no nació para comer carne ni alimentos cocidos. La comida es mi medicina. Y mi salud está antes que nada”.
María Calzada es la dueña de Rincón Orgánico, un almacén y restaurante donde reproduce su filosofía: consumir solo productos orgánicos. No es demasiado estricta, de todos modos, pero su límite es el pollo. “Fuera de mi casa, jamás como pollo. Está alimentado con alimento balanceado y el alimento balanceado tiene harina de pescado y la harina de pescado tiene sábalo y el sábalo es un pez que fondea el Río de la Plata y ahí hay metales pesados, hidrocarburos. Entonces no. El pollo es mi última frontera”. 
Raúl Galerna es vegetariano. Compra su comida una vez por semana en un almacén orgánico que queda en las afueras de Buenos Aires y, aun cuando es un sitio seguro, lee con cuidado todas las etiquetas. No fuma, no bebe alcohol, no come lácteos. Su día empieza a las seis de la mañana con una hora de yoga. Va a su trabajo —una casa de decoración donde se conflictúa porque venden cosas de cuero y materiales sintéticos— en bicicleta. Quiere, alguna vez, llegar a alimentarse solo de frutas. “Venimos de los monos, y los monos son frugívoros”, dice. Le digo que hay monos —los chimpancés— que no solo son carnívoros sino, además, caníbales. Raúl dice “jeje”. Le pregunto para qué hace lo que hace. Dice que porque respeta al planeta y a su propio cuerpo. Insisto: para qué. Dice: para sentirme bien. Insisto: sentirte bien para qué. Dice: sentirme bien para sentirme bien.
En su Autobiografía, el escritor americano Mark Twain decía: “Hay personas que se privan severamente de todos y cada uno de los comestibles, bebestibles y fumables que por cualquier razón hayan adquirido una reputación dudosa. Pagan este precio por la salud. Y salud es lo único que sacan de ello. Es como si pagaras toda tu fortuna por una vaca que ya no da leche”. 
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Titulares encontrados en internet: La leche, un inocente veneno; Azúcar, dulce suicidio; Comer carne roja a diario te acerca a la muerte; El cigarrillo te mata; Beber alcohol es malo, por muy poco que sea. Guiaverde.com, o la páginas web de la Unión Vegetariana Argentina, advierten acerca de los peligros del consumo de alimentos transgénicos (como la soja), bebidas energizantes (como Red Bull), humo ajeno. Leo todas esas cosas y, después de haber pasado días hablando con gente que cuida la procedencia de lo que come como quien manipula nitroglicerina, concluyo: soy un milagro. Uso y he usado cremas que contienen propilenglicol y metilparabeno que, absorbidos a través de la piel, se transformarán en monstruosidades que aún desconozco. Fumo: no mucho, pero fumo, lo que me hace candidata al enfisema pulmonar y la amputación de ambas piernas. Corro, pero lo hago en la ciudad, y seguramente el aire que respiro les hace algo —muy malo— a mis pulmones. Tengo una dieta variada pero mis alacenas son una cueva de venenos: hay pastas secas —no integrales—, azúcar, sal, café, harina —común—, arroz —no integral—, latas de conserva y, en la heladera, verduras, pollos y carnes no orgánicos, lo que garantiza que llevo años tragando pesticidas, hormonas y metales pesados y contribuyendo al maltrato animal. He consumido muchos de esos alimentos cocinados a altas temperaturas, lo que significa que no he sido capaz de ingerir un solo nutriente en décadas y he aniquilado enzimas a mansalva. Nunca tuve en cuenta qué alimentos acidifican la sangre y me obligan, para alcalinizarla, a hacer un proceso extra en el que derrocho gran parte del calcio de mis huesos (que podría reponer con las almendras que consumo, si no fuera porque no son orgánicas y su aporte de calcio, imagino, debe verse anulado por su aporte de pesticidas). Mi trabajo —soy periodista— me ha llevado a respirar aires viciados y compartir alimentos y bebidas infames con gente ya no humilde sino derechamente pobre que a veces, incluso, tosía y fumaba y comía (todo a la vez) bajo el sol. No tomo leche ni azúcar (no me gustan), pero sí consumo productos ahumados, paté, mantequilla, mermeladas industriales y hasta edulcorantes. Aunque no bebo alcohol en grandes cantidades, me he emborrachado más veces de las que puedo recordar. Y si a pesar de todo eso mi último análisis de sangre —con fecha 6 de mayo de 2011— dice que tengo los triglicéridos de una quinceañera y el hierro, el calcio y las vitaminas de un animal bien alimentado, después de hablar durante días con gente que solo hace yoga sobre colchonetas de algodón orgánico entiendo, con asombro, que es imposible que esa ola de químicos con la que me he lacerado durante años no me haya matado todavía. Contemplo admirada la parva de basura que consumo —y que no tengo ninguna intención de dejar de consumir— y la cantidad de perversidades que cometo —y que no tengo ninguna intención de dejar de cometer— y me digo: soy un milagro. 
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Cada país tiene su propia política de salud pública. En líneas generales, y al menos en Occidente, esas políticas coinciden en señalar, entre los malos hábitos, el sedentarismo, las dietas excedidas en grasas, la falta de sueño, la exposición al sol. Pero si antes evitar todas esas cosas era un consejo, en los últimos años ha pasado a ser obligación. En un artículo de 1994, titulado ‘La tiranía de la salud’, la doctora Faith T. Fitzgerald, de la Universidad de California, traía a cuento la definición de salud de la OMS (un estado de bienestar físico, mental y social) y decía que la gente y los médicos confundieron ideal de salud con normas de salud: “Fuimos de ‘¿No sería fantástico que esta fuera la definición de salud?’ a ‘Esta ES la definición de salud’ (...)”. Seguía diciendo que las fallas en el cuidado individual empezaron a ser crímenes contra la sociedad porque, en definitiva, ahora es la sociedad quien paga las consecuencias del descuido a través de los sistemas médicos públicos y privados. Así, la salud ha dejado de ser una elección íntima para ser algo que conviene vigilar de cerca. Quien se sale de la norma —un hombre de cincuenta años que elige comer carnes rojas, fumar, beber, no hacer gimnasia—, ya no es el simpático tío Pepe que no aprenderá nunca, sino una amenaza del tipo peor: una amenaza económica.
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Al kit de medidas básicas para conservar la salud se suma una lista que aumenta mes a mes: no utilizar ropa interior que no sea de algodón, no usar dentífricos con triclosán, tener cuidado con el teflón, con el carbón, con los ríos contaminados, no comer hígado. El mundo ha dejado de ser ese campo del señor donde los hombres decidieron tomar todos los riesgos, para ser un sitio que puede aniquilarlos. 
—La salud no es más algo que uno necesita para poder, en todo caso, enfermarse, sino un debe ser —dice Graciela Biagini, profesora de Biología de la Salud de la Universidad de Buenos Aires—. El desafío de vivir propone enfrentar riesgos, y ahora el cuidado del cuerpo tiene que ver con reglas. Lo que se genera es una omnipotencia de que vamos a vencer a la muerte. El cuerpo ha dejado de ser un campo de juego y experimentación para pasar a ser un corralito. 
La Unión Vegetariana Argentina publicó en su sitio un informe de la ONU: “La mayor generadora de gases de efecto invernadero es la industria de la carne”. Los argumentos con los que los saludables combaten a quienes no quieren serlo aspiran a ser irrebatibles. Así, fumar ya no es una decisión individual sino la acción premeditada de un grupo de asesinos, y comer bifes colabora, con toda alevosía, al exterminio del planeta. 
En un texto llamado ‘En alabanza de los malos hábitos’, publicado en 2002 en la revista El Malpensante, Peter Marsh decía que la búsqueda de la salud ha generado una nueva clase de parias: quienes persisten en los malos hábitos. Curioso, dice Marsh, que esta “promoción de la salud” tenga sus raíces en “ideologías políticas peligrosamente autoritarias”. Autoritarias, dice, y es tan benigno. 
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Desde hace algunos años, las leyes antitabaco se han multiplicado en Europa y Latinoamérica. En España se aprobó este año una ley que prohíbe, entre otras cosas, fumar en cualquier espacio público. El escritor Javier Marías se pronunció muchas veces contra ella desde su columna de la revista del diario El País: “Se está perdiendo una noción importantísima para las sociedades libres, a saber: que no todo tiene que estar regulado y supervisado por instancias superiores, que el Estado no tiene derecho a opinar de todo y menos aún a dictar normas para cualquier actividad, iniciativa o costumbre”, escribió en 2006. Sus dichos le valieron una carta de la presidenta de la institución española Nofumadores.org que insinuaba que él, para escribir cosas como esas, recibía dinero de las tabacaleras. 
El 25 de marzo de 2011 alguien, que firmaba JC, posteó, en el sitio de Nofumadores.org, un comentario acerca del uso de cigarrillos electrónicos en espacios cerrados. JC decía que había que prohibirlo porque el vapor del cigarrillo electrónico podía expulsar cantidades pequeñas de productos perniciosos para terceros. Para apoyar su hipótesis argumentaba que “la mayoría de los cigarrillos electrónicos y sus recargas se fabrican en China, que no se distingue precisamente por el cuidado que pone en controlar los riesgos de sus productos”. 
En junio de 2011 entró en vigencia, en la Argentina, una ley tan restrictiva como la española. Diputados y senadores estuvieron de acuerdo en que esto constituye “una ampliación de los derechos de los ciudadanos”. La diputada Paula Bertol dijo: “El tabaco mata y nuestro objetivo es proteger a quienes eligen libremente no fumar”, de lo que se desprende que quienes fuman no son ciudadanos y tendrán que arreglárselas para defender sus derechos solos. 
De 1930 a 1940, Alemania fue protagonista de un poderoso movimiento antitabaco fogoneado por iniciativa de un exfumador llamado Adolf Hitler. Se prohibió fumar en tranvías y buses, restaurantes, cafeterías y espacios públicos, se limitaron las raciones de cigarrillos entre las tropas y se aumentó el impuesto al tabaco. Hitler consideraba “decadente” el hábito de fumar y sospechaba que el tabaco, al que consideraba una venganza de los indios americanos contra los hombres blancos, podía corromper el “plasma alemán”. 
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“La salud —dice la doctora Faith T. Fitzgerald— no es estar libre de la inevitabilidad de la muerte, la enfermedad, la infelicidad y el estrés, sino la habilidad de lidiar con todas ellas (...) Si redefinimos la salud, espero que podamos descubrir una definición que no incluya un mandato médico o social para controlar el comportamiento de la gente invocando que lo hacemos por el bien de sus cuerpos mortales”.
Un comunicado de la Sociedad Americana del Cáncer, circa 2010, aseguraba que ese año habían muerto seis millones de personas debido al cáncer producido por el consumo de tabaco. La Sociedad Americana del Cáncer pudo haber terminado ahí, pero creyó conveniente agregar que el uso de esa sustancia le cuesta a la economía global 500.000 millones de dólares al año en gastos médicos indirectos, pérdida de la productividad y daños ambientales. ¿Alguien habrá hecho la cuenta de cuánto dinero le cuesta a la economía global la muerte por hambre de 25.000 personas por día, según la FAO (Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación)
 ¿O será que eso es, más bien, un ahorro? El argumento de “lo hacemos por tu bien”, evidentemente, no se fija en gastos. 
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En junio de 2010, en la pared de la oficina de la coordinadora de un programa para prevenir el contagio de VIH de la arquidiócesis de Bulawayo, Zimbabwe, un país donde el 90% de los habitantes no tiene empleo y el 80% no tiene qué comer, había una lámina que decía: “La comida saludable es una combinación de todos estos grupos: aceite de cocina, manteca, miel, espinacas, zanahorias, bananas, lechugas, mango, maíz, batata, pan, carne, pescado”. Yo lo tomé como lo que creí que era: un sarcasmo. Exigencias que podrían parecer razonables (comer sano, hacer ejercicio, dormir al menos ocho horas) jamás podrían ser llevadas a cabo por, digamos, un obrero de la construcción. Lo cual me llevó a pensar en Teresa, que me ayuda en casa. Teresa tiene 43 años y no solo se ha expuesto al sol de diversas maneras —nunca por placer, más bien por estar fregando ropa ajena al aire libre—, sino a los pollos hormonados, que consigue a un tercio de lo que cuesta un pollo orgánico; al detergente plagado de químicos que toca sin ponerse guantes; a los fiambres y las verduras más baratos del mercado. Todo lo cual me reveló que, si yo soy un milagro, Teresa es la viva demostración de que Dios existe. 
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“Si la salud envuelve no solo el desorden físico, sino también el emocional y social, ¿cuán lejos estamos de establecer leyes para regular un ‘comportamiento saludable’, argumentando que lo hacemos por el propio bien de los individuos y de la sociedad?”, se preguntaba la doctora Fitzgerald en su texto de 1994. 
Los factores que generan predisposición al cáncer, según la OMS, son el tabaquismo, el alcoholismo, el consumo insuficiente de frutas y hortalizas, las infecciones de hepatitis B y C y el virus del papiloma humano. A esa lista se agregaron, desde hace algunos meses, los celulares, de modo que es probable que, de ahora en más, empiece a regularse dónde y cuándo los ciudadanos podrán hablar por teléfono. En junio de 2001, el Ministerio de Salud de la provincia de Buenos Aires dispuso quitar los saleros de las mesas de los restaurantes en el marco del Programa de Hipertensión Arterial, explicando que la excesiva ingesta de ese mineral tenía “relación directa con este problema que, a su vez, es el responsable de la mayoría de las enfermedades cardiovasculares”. En España existe algo llamado Asociación para la Racionalización de los Horarios Españoles, cuyo objetivo es poner los horarios españoles de trabajo y descanso a tono con los de los demás países de la Unión Europea. La pregunta, entonces, es cuál es el límite. Quizás no falte mucho para que el cigarrillo sea declarado ilegal, o para que nos obliguen, bajo amenaza de no atendernos en el sistema de salud, a pesar menos o más de una determinada cantidad de kilos. Pero, si la salud —física, emocional, social— es la regla y la enfermedad la falta, ¿cuál es el límite? ¿Cuándo nos obligarán, en nombre de lo saludable, a irnos a dormir a las diez de la noche? ¿Enarbolando qué estadística de control de daños empezarán a medir el gradiente de infelicidad que nos causan las relaciones emocionalmente complejas para después decidir si conviene prohibirlas? 
Yo quiero sucumbir a la toxicidad nerviosa de las urbes, a la indiferencia metálica de los autos y de los aeropuertos. Quiero estresarme hasta el chirrido en nombre de un oficio que me gusta, beber lo que quiera beber cuando quiera beber y dejar de beberlo cuando ya esté harta. No quiero dedicar un solo minuto a contar las enzimas que perdí, ni fustigarme pensando que ese cigarro que fumé en un bar es el que ahora me mata lentamente. Quiero ser lo que soy: un adulto que, sin arruinarle la vida al prójimo, decide sus consumos y sus vicios en la inviolable intimidad de sus razones o sus sinrazones. En la infranqueable, a veces tristísima, a veces feliz, intimidad de sus razones o sus sinrazones.

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