Lo primero que se debe señalar es el derecho que asiste a todo ser humano al libre albedrío, incluidas estas alegres jovencitas de pelo terso y ojos claros, de cuerpos perfectos, cincelados por horas de gimnasio, pilates o sesiones ayurvédicas, y de cuentas bancarias a punto de reventar.
Y esto en la práctica quiere decir: absoluta libertad para equivocarse. Incluso libertad para ser tontas, claro que sí. O para ser vulgares y enloquecer, si ese es su deseo adolescente. Su prestigio y sus bonitos traseros son propiedad privada. Pueden hacer con ellos lo que les dé la gana.
La fama de la que goza la señorita Miley Cyrus no le impide tener esas mismas opciones. Si ella quiere diversificar su imagen pasando de niña dulce de Disney a cantante calentorra, es porque tal vez comprendió (o alguien le dijo) que los jovencitos que soñaron con ella también empiezan a hacerse grandes y tienen otras necesidades. Todo el mundo crece, tristemente. Peter Pan descubrió una pujante pilosidad en su escroto. A Campanita le llegó la regla. Como dicen en Riohacha: “¡Es la ontogenia, brother!” Los labios de la ex Hannah Montana y los de muchas de sus seguidoras, que antes hacían solo pudibundas sonrisas para la empresa Disney, ahora también succionan miembros cuya dimensión depende del tejido cavernoso. ¡Y lo hacen muy bien! Diversificar, en la sociedad “posfordista”, es comprender la semiología del porvenir.
Por eso la nueva Miley Cyrus está hoy en el lugar que le corresponde. Esos jovencitos de ambos sexos, ya púberes, comienzan a acercar su mano cada vez con más insistencia a su zona pélvica en busca de extremidades prensiles o zonas húmedas, y necesitan una imagen a quien amar, una cara y un tono de voz para impostar en los cuerpos fornicantes de las páginas porno. Todo el mundo necesita amar. Con Miley, las jovencitas del siglo XXI adquieren modelos, maneras de mirar y de acercarse a los varones, o a otras mujeres. Se miran al espejo y quieren que el mundo las vea como ellas se ven. “No me regales un chupete, más bien chúpamela”. Ahí están los gestos (incluso aquel, un poco vulgar, de sacar toda la lengua hacia un lado), los temblores pélvicos, las nalgas en vibrato, el cuerpo sin pilosidad y la lección de anatomía íntima por el látex.
El sueño atávico de la muñeca reina, la versión posmilenarista de Lolita.