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Elogio del hombre llorón

Por: Roberto Palacio Ilustración edgar rozo

¿Lloró como una Magdalena cuando se murió la mamá de Bamby? ¿Se le aguaron los ojos cuando su hijo o sobrino izó bandera en el colegio? ¿En ambas ocasiones se escondió para lagrimear en soledad? Entonces no se pierda este texto, que revela por qué carajos lloramos los hombres… y por qué lo ocultamos.

Recuerda la película 300? Imagine lo que habría sucedido si Leonidas hubiera pasado la noche antes del ataque de los persas mordiéndose el labio inferior y llorando. A Walter White de Breaking Bad tampoco lo vi llorando; lo hacía por él Jessie. Imagínelo por un momento cocinando (metanfetamina) y enjuagándose las lágrimas. Gandolfini en Los Soprano lloró solo con su psiquiatra. Tampoco lo hizo Michael Corleone; o, mejor, no hasta El padrino III, cuando su hija cae a manos de un asesino siciliano. No imagino a Don Draper de Mad Men llorando, como no imagino a mis héroes intelectuales en ello por la sencilla razón de que no me los he podido figurar en otras tareas humillantes: a Hemingway haciendo fila en Wok, a Nietzsche en una novena, a Van Gogh en Multiparque llevado por su papá, Theo… (¡No al hombre hipersensible!)

No me los quiero figurar en esas situaciones, sin importarme si es normal, si a mí me toca hacer estas cosas, si estoy parado en el estandarte mismo de la estereotipación. Por eso, los hombres quisiéramos poder decir que no lloramos… aunque lloramos. Llorar no es humillante, claro, me saltarán al cuello; para los hombres no lo es. Llorar refresca; seamos honestos y hagámoslo en público, lloremos orgánicamente, lágrimas de agua de apio y de kale. Lloremos en todas partes y por todo.

Pero no es tan sencillo: llorar, al fin y al cabo, como con la expulsión de cualquier excreción corporal, es algo que procuramos hacer frente a la menor cantidad de gente posible. El equivalente femenino, para que se entienda, es escupir. Si escupir para una mujer no la pone en mala posición, llorar no pondrá a los hombres. Ayyy, los tiempos que corren en los que nadie es culpable de nada, en los que llorar, morder, maquillarse y rascarse el trasero ya no tienen género.

Claro que los hombres lloramos. Todos. Creo haberle escuchado alguna vez a Alfredo Iriarte la narración del día que Hitler lloró. Lo habían dejado cuidando a uno de los niños de Goebbels, de 6 años. Yo solo rescato la idea de que es digno decir de vez en cuando que no lo hacemos. No lloramos en los sitios acostumbrados. Yo no lloro en los rompimientos sentimentales, ni en las despedidas, ni en reuniones, ni en las bodas ni en los funerales. De hecho, en estos últimos, en unas pocas ocasiones, en los abrazos apretados de la hija del occiso he experimentado la expansión involuntaria de los cuerpos cavernosos. Es una vergüenza. Pero pasa, o me ha pasado, monstruo irredento.

Pocas veces he llorado con otros hombres, al menos no en sano juicio. Sigue siendo deplorable esta escena:

Jorge, luego de expresar sus emociones más sentidas, agacha la cabeza en silencio. Sus dos manos sin premeditación van a tapar su boca, que ahora no puede mantener cerrada ante el vaho caliente que como aires huracanados pronostica otra oleada de llanto. Carlos, quien ha estado en íntima sintonía con Jorge, lentamente se le acerca, y en un gesto delicado toma sus manos en las suyas antes de decirle las palabras que más ansiaba oír:

—No te preocupes, vamos a hacer todo lo que esté en nuestro poder para arreglar ese cigüeñal…

Los hombres lloramos por un motivo más vergonzante: porque nos gusta el melodrama más que a las mujeres. Lloramos cuando nos sentimos identificados con otros por sus roles, que creemos son los mismos nuestros, o por compasión autodirigida y autopropiciada. Todos los seres humanos lloran en últimas por sí mismos, nunca por otros. No lloramos ante las declaraciones de tristeza de los demás, ante sus confesiones más sentidas de pobreza, ante la emanación verbal de sus desgracias o las plegarias de misericordia. En los debates con la pareja, el hombre soltará la lágrima cuando habla de todo lo que él ha tenido que hacer por amor… incluso, como recordaría Slavoj Žižek, abandonar a la mujer: “Yo… yo… Yo no he hecho más que amarte sin pedir nada a cambio… y tú, ¿me pagas de esta manera?”. La frase debe decirse tocándose el pecho, con los dedos de la mano formando un cilindro, como en la parte de la misa en que decimos “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”. (¡No al hombre bacán!)

El melodrama masculino pasa por la expectativa silenciosa, por la conmoción que produce no ser reconocido. He acá una escena melodramática que podría poner a llorar a un hombre:

Roberto ha salvado a su exnovia Alejandra, por petición suya, del tipo ese que le pegaba. Luego de enfrentar al abusador a expensas de su propio riesgo y dignidad, la ha dejado en su casa un poco temblorosa y aturdida, pero segura. Ya se está poniendo la chaqueta para salir, y aunque ella ha sido desobligante con él, antes de que atraviese el dintel de la puerta, Alejandra lo detiene:

—Roberto…

Él se voltea.

—¿Sí, Alejandra?

—Gracias.

Sin decir una sola palabra, Roberto da la vuelta y cierra suavemente una puerta que sabe no volverá a abrir. No se podía mentir a sí mismo, aún la amaba. (¡No al hombre demasiado inteligente!)

Ese es el melodrama masculino, causado especialmente por escenas en las que se pone en evidencia lo que se es, las condiciones propias. En mi caso, los momentos de paternidad patente tienen el potencial de ponerme la cara caliente y esponjosa; una bola de tenis sube por la tráquea y hace un nido en una región extendida de la epiglotis y las lágrimas afloran sin dificultad. Con Kung Fu Panda la perdí cuando la maldita oca esa que hace fideos abraza a Po, celosa de su padre verdadero, recién descubierto. En la película de dibujos animados de 2016 Sing me sucedió cuando Johnny, el gorila, luego de tocar espectacularmente I’m Still Standing es sorprendido por su padre, quien se ha escapado de la cárcel solo para decirle lo orgulloso que se siente de él.

Pero hay casos peores. El escritor Brett Martin narra la historia de este hombre que irrumpió en lágrimas con un comercial de American Express: un recio ejecutivo llega tarde a una ciudad para descubrir en el counter del hotel que ha perdido la billetera. La encontrarán mañana, le asegura la recepcionista, pero él solo estará una noche en la ciudad. La cámara se enfoca entonces en la billetera solitaria en la banca de un parque… tan indefensa, toda su identidad, por lo que ha trabajado, expuesta. Llama a American Express; ellos le enviarán una copia de su tarjeta a la ciudad en donde se encuentre. Rompiendo su hielo y sin lascivia, extiende una mano y toca a la chica del counter que le ha puesto el alma a ayudarle. Puedo imaginar acá una de esas lloradas que terminan en una risa de redención salvífica, con una enjuagada carcajeante de las lágrimas montada sobre la música de Chariots of Fire. El mismo Martin confiesa haber llorado en un avión con Sweet Home Alabama, cuando Reese Witherspoon, quien interpreta a una chica que la logra en la gran ciudad, no se casa con el tipo fanfarrón y millonario sino con el novio de su pueblo.

El mundo se ha ensañado con el intento masculino por disimular el llanto cuando los verdaderos hipócritas son los tiranos y los oligarcas. A los hijos de las figuras públicas se les instruye a no llorar en las exequias de sus parientes. Kim Jong-un soltó apenas un par de sollozos en el funeral de su padre, Kim Jung-il, aunque el país estaba juagado en lágrimas ordenadas por el Estado al punto que los que no fueron vistos rasgándose las vestiduras fueron llevados a campos de trabajo forzado. Los hijos de Diana de Gales no lloraron en el funeral de su madre y jamás que se sepa un Kennedy les ha regalado una lágrima a los camarógrafos. ¿Por qué no la tomamos más bien contra ellos? (¡No al hombre muy churro!)

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