Tener 60 es una mierda, pajizo lector, sobre todo cuando uno ya sabe, como lo descubrió Mario Rivero a los 59, que uno no fue Gabo ni Borges.
Tener 60 es una desgracia, por supuesto, pero esto no significa que quiera volver a los 20. Con todo y su rutilante belleza, los 20 son esa edad llena de fantasmas y acné, cuando uno lee clásicos rancios, hace de todo, artes, servicio social, deportes extremos, sexo, profesiones liberales y todo lo hace mal, vive “limpio”, le importa demasiado la opinión de los demás, incluso la de la gente que desprecia, y colecciona llaveros, gorras y “máximas”, sobre todo los proverbios de superación personal. “Si deseas algo con todas las fuerzas de tu alma, el universo entero conspira a tu favor”. ¡Horror!
Odiaría despertarme mañana sin un peso en el bolsillo, con un barro en la punta de la nariz, escribiendo mucho peor que hoy y con un volumen de “psicología cuántica” sobre el pecho.
Con todo, reconozco que tener 60 es peor. Es una edad en la que se cometen todas las locuras de los 20… pero sin el atenuante de la inexperiencia de los 20. A los 60 uno comienza a sentir el fantasma de la soledad y se vuelve a casar, es decir, multiplica sus obligaciones y divide sus ingresos para tener mocosos necios, familia política, mesa muda y lecho helado. Como si fuera poco, está “la ley de Murphy del matrimonio”: poco después de la luna de miel, uno descubre que la rechimba del barrio, Miss Mundo en chanclas, vive justo al lado y es gerontófila. El diablo sabe cómo hace sus cosas.
A los 60 uno huele a gladiolo. Entonces, viejito precavido, empieza a lagartear un cupo en el más allá, abraza un credo y termina metido en un círculo pentecostal o en cualquiera de esos garajes donde todo es pecado y los pastores hablan “lenguas”, los fieles se desmayan, los ciegos ven, los cojos brincan y los mochos… bueno, los mochos mochean: hasta el milagro tiene sus límites, hermano.
Ninguna edad es buena. Nacer es una imprudencia, como decía Ciorán, ese valiente estilista que predicó el suicidio y tuvo la concha de morir de viejo.
A los 60 uno va al médico, y un médico lleva a otro… y cada uno de ellos introduce objetos en tu cuerpo o te suprime placeres o te impone tareas odiosas y terminas haciendo ejercicio en ayunas o contando pelos en el sifón de la ducha o guardando porquerías en frasquitos, pero tú, sumiso, abandonas el cigarrillo, lo dulce, lo salado, lo ácido, las mujeres y/o los muchachos… demasiado tarde: te quedarás con el pecado y sin el género.
Como todo viejito que se respete, el de 60 es muy ordenado… y vive furioso porque el mundo es un caos. O coge vicios horribles para compensar los que le quitan los médicos. O desarrolla de pronto un odio invencible contra los niños, digamos, o contra las hormigas, como me pasó a mí, que arruiné una próspera carrera de escritor porque me dediqué a combatirlas día y noche, de manera obsesiva. Y como son tercas e innumerables, descuidé mis deberes y heme aquí, llenando cuartillas para ocupar los espacios que dejan los espléndidos culos de esta revista.
Como si fuera poco, el destino es chambón, se burla de tus sueños y te cambia las reglas de la noche a la mañana con el único fin de joderte. Por ejemplo: cuando era joven, los premios eran para los viejos y yo soñaba con ser calvo y viejo para para recibirlos a manos llenas. Y ahora que soy viejo, las editoriales decidieron premiar a los jóvenes. No saben escribir pero tienen mucho potencial, me explica un editor. Lo dicho, la vida es un fandango y el que la baila, un loco.
Tener 60 es una mierda, pajizo lector, sobre todo cuando uno ya sabe, como lo descubrió Mario Rivero a los 59, que uno no fue Gabo ni Borges.
No me gusta tener 60 ni me gustó tener 20 ni quiero resucitar entre los muertos ni reencarnar en pájaro ni en horqueta. Soy de la secta de Richard Burton. Bajo qué forma quisiera volver, le preguntó un periodista tierno. No quiero volver, dijo el actor galés. Yo tampoco. Las próximas generaciones tendrán que arreglárselas sin Burton y sin mí.