Primero, para llegar a una sesuda pero breve reflexión sobre la escena inmortal en la que el miedoso Victor Shakapopulis se enfrenta a una teta diabólica e inmensa e invencible armado solo con un pequeño crucifijo, aquí va una pequeña historia sobre el día en que vi por primera vez la película más absurda de Woody Allen: Todo lo que quiso saber sobre sexo pero nunca se atrevió a preguntar. Fue en un entrañable cineclub que nació viejo, llamado, aunque usted no lo crea, Magitinto. Había cuatro personas más, acezantes y sin palabras, en la sala de sillas de madera. De vez en cuando aparecía el dueño del lugar, un mago argentino que presentaba todas las proyecciones con chistes cinéfilos tales como “y largamos con El último tango en París con el patrocinio de margarina La Fina” o “mucho ojo al chorizo del banquete final de El cocinero, el ladrón su mujer y su amante”, y, cuando se asomaba en la penumbra del lugar, uno se sentía observado por un búho barbado, y la espalda se arqueaba y daba escalofrío.
No exagero si digo que el conmovedor Magitinto era un sitio tan pero tan incierto que para un espectador como yo, uno de esos que aspiran a vivir todavía algunos años más, ver una película allá era lo mismo que cruzar una calle: de tanto en tanto había que mirar a lado y lado.
Por si acaso. Por si el tipo de gafas gruesas que sorbía los mocos se sentaba en el asiento de atrás o el señor nicotínico de pocos dientes se mudaba sin razón aparente a la silla de al lado o la pareja pretenciosa discutía si Eliseo Subiela era en efecto el Wim Wenders argentino.
Y en el caso de Todo lo que quiso saber sobre sexo pero nunca se atrevió a preguntar (1972), ni más ni menos que el tercer largometraje escrito, dirigido y protagonizado por el comediante neoyorquino Woody Allen, por si alguno de los pocos espectadores de la sala podía confirmarle a uno que sí acababa de suceder en la pantalla lo que acababa de suceder en la pantalla. Todo lo que quiso saber sobre sexo es absurda. En la teoría es una adaptación de un liberador best seller de 1969 —todo un manual sobre sexo de tiempos mojigatos— escrito por el psiquiatra californiano David Reuben, pero en la práctica es una parodia brutal, no solo de los comportamientos, los fetiches y las manías sexuales de la sociedad, sino también de muchas de las formas de narrar de los tiempos del cine.
Comienza con un episodio shakesperiano que duda de qué tanto sirven los afrodisiacos. Sigue con una historia de amor aparentemente imposible entre un médico y una oveja. Avanza gracias a un relato tipo Antonioni en el que una mujer descubre que solo puede llegar al orgasmo en sitios públicos. Responde la pregunta “¿son homosexuales los travestis?” con un dramita de costumbres. Y el interrogante “¿qué es un pervertido sexual?”, con un programa de concurso. Y entonces, cuando uno cree que ya lo ha visto todo, cuando apenas empieza uno a preguntarse si Woody Allen será capaz de mantener semejante despropósito hasta el final, llega una historia de terror a la Roger Corman sobre un científico loco que en medio de sus espeluznantes experimentos engendra una teta gigante.
Yo no podía creerlo. Había estado riéndome para adentro, capítulo por capítulo, sin voltearme a mirar a ninguno de los otros cuatro espectadores que gemían agitadamente en la humedad de la sala. Pero no pude más. Miré al universitario mocoso, al veterano desdentado y a la pareja que llevaba la misma bufanda de lana alrededor del cuello. Y ellos me miraron a mí. Y fuimos desde ese momento una familia que estaba muerta de la risa porque una teta enorme, como un monstruo de película de horror de serie B, perseguía por una pradera a un tal Victor Shakapopulis, interpretado por Woody Allen. Era increíble. Era impensable. Pero era una maravilla. El señor amarillento, secándose las lágrimas con un pañuelo curtido, me dijo “Woody Allen es genial”. Y yo le hubiera respondido “sí, señor” si no me hubiera susurrado de inmediato: “El fetichismo de los senos, ¿no?”.
Yo aproveché la oscuridad para no sonreír. Alcancé a pensar en por qué mi primera película a escondidas había sido esa brillante comedia mala “sobre un adolescente que desabotonaba las blusas con fuerza mental” llamada Zapped! (1982), en la sensación de logro personal que se experimentaba, en los años ochenta, cuando alguna actriz por fin se destapaba, y en los días en los que el concepto de desnudo artístico daba risita —sí, no me vinieron a la mente ni venus paleolíticas ni majas desnudas—, y quise estar a la altura de esas reflexiones con aliento a cigarrillo con una sentencia semejante a “mire el crucifijo que tiene en las manos: con esta teta gigante queda claro que pensamos que hay que derrotar a las mujeres, que seguimos viendo lo femenino como un demonio al que hay que vencer”, pero en ese momento empezó el siguiente episodio: una parodia del cine de ciencia ficción titulado ¿Qué pasa durante la eyaculación? Y me salvé del ridículo.
Porque puede que sí. Puede que ese pecho monstruoso que va aplastándolo todo sea otra manera de decir que a la hora de la verdad no somos mucho más que el fetichismo aquel, que el miedo a las mujeres y la fascinación por ellas. Pero lo bueno era el chiste, claro, el chiste que no tenía pies ni cabeza, porque el chiste es una buena manera de encogerse de hombros ante el hecho incomprensible de la vida.