Elogio del cigarrillo
"Bebo para hacer interesantes a las demás personas": Groucho Marx
Escribió Colón en su diario el 6 de noviembre de 1492: "Iban siempre los hombres con un tizón en las manos (cuaba) y ciertas hierbas para tomar los sahumerios, que son unas hierbas secas (cojiba) metidas en una cierta hoja seca también a manera de mosquete… y encendido por una parte del por la otra chupan o sorben, y reciben con el resuello para adentro aquel humo, con el cual se adormecen las carnes y cuasi emborracha, y asi diz que no sienten el cansancio. Estos mosquetes… llaman ellos tabacos". Los acróbatas del humo eran los indios taínos en la costa de Bariay, al noroeste de Cuba. Unas semanas antes los indios arawak, en las Bahamas, que Colón bautiza como San Salvador, aún convencido de estar en las Indias y buscando algún contacto con el Gran Kan, le habían ofrecido hojas secas que los europeos rechazaron. El primer fumador europeo fue Rodrigo de Jerez, quien junto a Luis Torres descubrió a los indios usando un trozo de caña hueca lleno de hojas de tabaco encendidas al que llamaban "tobago" o "tobaca". Al volver a Ayamonte, su pueblo natal en España, Jerez fue acusado por la Inquisición: le salía humo por la boca, es obvio que estaba asociado con el diablo. Su hábito diabólico le costó siete años de prisión y ser víctima de la peor paradoja: cuando salió en libertad ya todo el mundo fumaba en España.
Como siempre sucede, el tabaco ya llevaba siglos de existencia: esculturas descubiertas en templos de América Central muestran sacerdotes mayas fumando tabaco en pipa en el año 1000 antes de Cristo. Los aztecas, por su lado, practicaban inhalar el humo en sus ceremonias religiosas; y en la corte de Moctezuma convivían dos castas de fumadores: los de pipa, parte de la aristocracia y los que enrollaban las hojas de tabaco, de clases inferiores. En 1561, el embajador francés en Lisboa, Jean Nicot, recomendó aspirar tabaco en polvo a su real benefactora, Catalina de Médicis, que sufría de fuertes dolores de cabeza. La cabeza le siguió doliendo, pero Nicot pasó a la historia como el padre de la Nicociana (así se llama el género botánico del tabaco en su homenaje) y el abuelo de la nicotina. Catalina, por su parte, fue una de las primeras fanáticas del rapé (tabaco raspado, picado, molido, que se jalaba como la cocaína) que asoló los salones europeos de los siglos XVI, XVII y XVIII. En 1603, muerta the Queen Elizabeth the First, Gran Bretaña era el país más rico de Europa gracias a su dominio sobre el mercado del tabaco: 2 peniques por libra sobre cada cosecha. En 1606, Felipe III de España decreta que el tabaco solo puede cultivarse en las colonias españolas, y decreta la pena de muerte para los extranjeros que intenten producirlo. En 1629, Luis XIII, rey de Francia, siguiendo consejos de su ministro, el Cardenal Richelieu, decreta un impuesto de treinta sueldos (antigua moneda local) por cada libra de tabaco. "Este vicio permite recaudar cien millones de francos anuales en impuestos —dirá dos siglos más tarde Napoleón III—. Por supuesto que lo prohibiré de inmediato… apenas me nombren una virtud que produzca un ingreso semejante". En 1633, el sultán Murad IV de Turquía prohibe fumar, bajo pena de muerte. En 1640, el zar Miguel declara que el consumo de tabaco es un pecado. En 1725, el papa Benedicto XIII permite que se aspire rapé en la Basílica de San Pedro y, en 1779, el Vaticano, vislumbrando un gran negocio futuro, abre su propia fábrica de tabaco. En 1820 se permite un "Salón para fumadores" en la Cámara de los Comunes británica. En 1908, el alcalde de Nueva York prohíbe que las mujeres fumen en público. "Ningún hombre dictará lo que debo hacer", dice Katie Mulcahey mientras se la llevan detenida. Katie se transforma en un símbolo de la emancipación femenina. En 1952, los investigadores ingleses Richard Doll y Bradford Hill descubren los vínculos entre el tabaco y el cáncer de pulmón en un estudio de cuatro años sobre 1.465 pacientes.
PATÉTICA HISTORIA DE UN ADICTO QUE IMPLORA POR SU SALVACIÓN AL TRIBUNAL SUPREMO DEL JUGO DE NARANJA.
Fumo, señores del Jurado. Eso significa que soy sudaca, tercermundista, probablemente inmigrante ilegal y, claro, casi negro o casi oscuro o poco blanco. Fumo desde los doce años y, con el primer cigarrillo fumado a hurtadillas en la terraza de la casa de mi abuela tuve una erección. Esto es: entiendo a los indios taínos. Ya sé que no hay vínculo entre el sexo y el tabaco, pero déjenme seguir con la inocencia de mis doce años. Ahora, a los 48, cuando tengo una erección fumo para festejar. Vivo, desde hace años, fuera de la ley, y con la conciencia culpable de matar a cada paso a un fumador pasivo. Afortunadamente, nadie se ha muerto aún ante mi vista por culpa de mi humo. Vivo en las "smoking area": esos cubículos sucios de los aeropuertos, en los que el aire induce a vomitar. Sé por experiencia que los detectores de humo son aparatos tecno-psicológicos: inducen miedo y solo suenan si se les fuma a cinco centímetros o menos. He decidido, hace tiempo, no ir donde no me dejan fumar. Mis amigos creen que esto obedece a mi grado de intoxicación, pero no es así: lo he transformado en una cuestión de principios. Quienes me invitan donde sea saben que cargo con mi humo: ya sea un estudio de televisión, una conferencia en un teatro, una cena privada. La decisión fue saludable: no creo, hasta ahora, haberme perdido de nada tomándola. La consecuencia más notable ha sido reducir de manera drástica mis viajes a los Estados Unidos: ese país donde al entrar a uno le revisan los zapatos, le solicitan una radiografía anal detallada y lo interrogan como si fuera miembro de Al Qaeda. Fumo, claro, cigarrillos americanos. Hace más de treinta años. Es como usar un Kamasutra editado por el Vaticano. A veces creo que es cuestión de tiempo, como mostraba el viejo y buen Woody Allen en Todo lo que usted quiere saber sobre el sexo y no se anima a preguntar: la historia transcurre a fines del siglo XXI donde la gente come, con fruición, una sustancia blanca.
—¿Qué es eso? —pregunta finalmente Woody.
—Colesterol —le explican. En 2050 se descubrió que no hay nada mejor para la circulación.
Espero con ansias el cable que diga que "investigadores de la Arkansas University Research" descubrieron que no hay nada más saludable que el tabaco, y que deben entregarse Gauloises sin filtro a los bebés.
Desgraciadamente, sucede lo contrario: hace algún tiempo un grupo de médicos estudió los hábitos de los personajes principales de las 447 películas más taquilleras de los Estados Unidos, el 35% de los villanos fuma, y solo lo hace el 20% de los héroes. En Estados Unidos la ficción fuma más que la realidad: el 26% de la población, el 46% de la pantalla grande. El tabaco es en el cine un código múltiple: sirve para definir la clase social con una boquilla o para mostrar la tortura en un brazo, la espera en un cenicero, la única pista en el lugar de los hechos.
Pero la lucha contra el tabaco deja ver su verdadero rastro: es moral y no clínica. En el caso del cine, varias productoras han borrado el cigarrillo de escenas y protagonistas. La frase de Henry Fonda sobre Bette Davis sería ahora imposible: "He estado cerca de Bette durante treinta años. Tengo las quemaduras que lo prueban". En www.scenesmoking.org se publica una especie de bitácora de las prohibiciones y las licencias: en 1978, por ejemplo, Supermán le advierte a Luisa Lane lo malo del hábito de fumar y le escanea los pulmones con sus rayos X. Pero no surtió efecto: en Supermán II (1980) Luisa fuma Marlboro compulsivamente, y en Supermán regresa (2006) sale a la terraza del diario a dar unas pitadas. ¿Será posible imaginarse a Boogie en Casablanca, dándole sorbos a un jugo de naranja junto al piano? ¿O a Gilda mascando chicle y a Marlene Dietrich comiéndose las uñas?
Pensaba, leyendo el acápite de Groucho, por qué fumo. Fumo porque intento comprender el tiempo. Tal vez sea mucho para la mentalidad de los que inventaron la hamburguesa, ¿no? Debería comentárselo a los indios taínos.