La historia de Manuela es un retrato de las búsquedas femeninas que tienen lugar en las grandes ciudades. Ella expresa la ansiedad contemporánea por solidificar vínculos afectivos, los cuales tienden a evaporarse en la rutina de la supervivencia económica y de las relaciones efímeras.
Mi nombre es Manuela Sánchez, mi mamá me puso así creyendo que eso me aseguraría un futuro exitoso. Ella es del tipo de personas que creen que el nombre le determina a uno la vida y este le pareció apropiado para la mayor de sus dos hijas porque alguna vez conoció a una Manuela que tenía un supertrabajo y, además, un supermarido.
(Guía para ganarse a las mujeres)
Bueno, yo soy la excepción a la regla. Tengo un trabajo, digamos, normal, gano lo suficiente para pagar un pequeño apartamento, para mantener a mis dos gatas (tenía una sola, pero doblé la cifra cuando mi ex me dejó), para llenar mi nevera y para pagarme las cervezas de los fines de semana; por lo demás, no hay un superhombre que se derrita por mí. No crean que no lo he intentado, en realidad lo he intentado todo, o casi todo, pero parece que el amor y yo nunca nos encontraremos.
A mi hermana, en cambio, le pusieron un nombre sencillo, Diana, fíjense, mamá no se preocupó por pronosticarle ningún destino afortunado y, sin embargo, Dianita, como le dice mamá, goza de una buena fortuna gratuita que la tiene ennoviada con un alemán que le manda plata mensualmente y que viene a verla cada vez que ella le hace la más mínima pataleta. Eso a mí no me sucede, creo que por mí no se arrastra nadie desde los primeros semestres de la universidad, cuando los hombres tenían menos inconvenientes en mostrar sus deseos o sus ganas de amarme.
Ahora parece que soy invisible. Y no porque sea fea o aburrida, mamá dice que soy demasiado seria. ¿Pero uno qué hace? Primero la educan con un montón de ideas sobre cómo deben ser las mujeres, nos dicen que seamos independientes, que no necesitamos hombres en nuestra vida, que son todos unos desgraciados, que no se puede confiar en ellos y después esperan que encontremos uno al cual amar y en el cual confiar. ¿Es broma?
(No muestre el hambre a la hora de levantar)
Tengo una mejor amiga con la que paso mucho tiempo, Alejandra, me dice que me meta a Tinder, a Ok Cupid o a donde yo quiera, pero que acabe con la soltería. Ella es experta en apps para conseguir pareja, pero sigue tan soltera como yo. Tan desesperada, diría mamá.
Mamá también diría que es mi culpa que las cosas con Juan se acabaran, mi ex, según ella él estaba enamorado de mí, pero mi falta de carácter para definir los términos de la relación hizo que todo se fuera al carajo, hace año y medio. Desde entonces voy cada día a la oficina donde trabajo como diseñadora gráfica, me río con mis compañeras o me frustro al ver cómo ellas pueden, sin ningún esfuerzo, cambiar de novio cada seis meses mientras yo vuelvo sola cada noche a mi casa en la que únicamente me esperan dos gatas histéricas.
De lunes a viernes almuerzo pollo con ensalada, o atún con ensalada, o carne con ensalada o ensalada con ensalada para tratar de adelgazar estos cinco kilos de más que tanto odio. Pero cuando llega el fin de semana, salgo con los de la oficina a comer y a emborracharnos, entonces finjo que puedo comer lo que me dé la gana sin engordarme aunque en realidad solo soy una gorda en pausa. A esta edad no disfruto mucho de la comida grasosa, se me inflama la barriga y me toca correr a los baños de los bares a tomarme en secreto una sal de frutas, tampoco disfruto de la rumba ni de la trasnochada, pero no me queda más opción. Llevo demasiado tiempo soltera y en los bares abundan los hombres. ¿No?
En fin, esto soy, Manuela Sánchez, 29 años, 1,65 de estatura, 60 kilos, ni blanca ni morena, ni obesa ni flaca, dos exnovios, varios amantes ocasionales y ni un solo pretendiente.