En esta entrada Manuela explica por qué no le interesa volver a despertar con un hombre desconocido.
Viernes, quincena. Hoy nos pagaron así que al mediodía vamos a gastar en un solo almuerzo lo que nos gastaremos en todos los almuerzos de la próxima semana. Elegimos parrilla y comemos una picada que tenía chorizo, morcilla, cerdo, alitas rellenas, aritos de cebolla y carne, patacones, papas fritas y varias rondas de cerveza. Los días así los muchachos de la oficina se animan a tomar cerveza desde temprano para tener más pantalones a la hora de mandar mensajes de whatsapp y las muchachas nos tomamos las cervezas para aceptar sus invitaciones con mayor facilidad. Somos un grupo diverso, con gustos variados, a veces nos gustamos entre nosotros, a veces nos gustan otros. Después del almuerzo volvemos a la oficina caminando, yo me quedo de última para que no se den cuenta que entro a la farmacia a comprar una caja de sal de frutas. A esas alturas de mi vida mi cuerpo me cobra las osadías alimenticias.
(Lea el primer capítulo del blog de Manuela)
A veces creo que Alejandra me toma el pelo o que la enviaron del más allá para poner a prueba mi paciencia. Me manda una fila de mensajes, la dejo padecer la indiferencia de los chulitos azules, insiste, manda audios, la veo grabar y grabar notas de voz mientras miro la pantalla del celular. También miro los mensajes del grupo de los de la oficina, invitan a un nuevo bar irlandés que, se supone, dará una rumba buenísima e inolvidable esta noche. Claro que será inolvidable, estaremos en la calle todos los solteros de la ciudad que ganamos un salario suficiente para salir a emborracharnos mientras esperamos encontrar el amor, o cualquier cosa que se le parezca. Salto de un chat al otro, veo uno de los mensajes de mi amiga —Nena, no me ignores y no me digas que no, por favor, voy a salir con mi semental y quiere que vengas con nosotros, invitó a un amigo suyo, jura que es soltero—.
Suspiro. Pienso que no debí comer la picada. Tengo 29 años y cuando se me acabó la juventud también se me acabó la digestión maravillosa. Voy en la segunda sal de frutas y la panza no me da descanso. Las muchachas van y vienen del baño, expulsan el almuerzo, se cambian la blusa, se ponen perfume y se pintan la cara. Están preparadas para salir a la calle, tomar, reírse con exageración y bailar hasta pretender ser las mujeres más felices del planeta. Luego, borrachas hasta la desfachatez, mandarán mensajes a un ex, a un amor imaginario o irán resignadas a esa cama ajena donde pondrán su mejor cara pornográfica y tendrán sexo inerte. Al otro día se despertarán sintiéndose vacías y odiándose un poco por acostarse con un tipo que no les gusta del todo.
(Lea el segundo capítulo del blog de Manuela)
Y si uno les dice que se masturben en vez de reiterar en su pesadilla de los fines de semana, se sonrojan y les sale la mojigata. ¿En serio, prefieres un mal polvo que un orgasmo asegurado?
Yo haría lo mismo, seguro, pero en este punto ya tuve suficientes amaneceres sintiéndome vacía y ya no me dan ganas de irme a la cama con un tipo que apenas conozco, cuyo aliento no soporto y con quien no saldría a una cita. Ignoro a Alejandra y miento a los de la oficina. Digo que no puedo ir porque ya tengo algo planeado y ellos se encargarán de alimentar la mentira. Pasaré el fin de semana en mi casa, acostada en la cama ancha, viendo series de grandes y sensuales hombres, salvajes y barbudos. Deseando comprarme un dildo para safistacer al animal que llevo dentro.