El periodista José Navia, experto en salsa, pero sobre todo un aficionado a buscar lugares poco comunes para bailarla y oírla, cuenta para SoHo cuáles son esos sitios que uno no debe perderse en Bogotá. Recorrido por barrios y calles con buenos secretos para salsómanos.
El negro Charli no es afro. ¡Es negro! Como el ébano. Así lo pregona un cartel instalado sobre la fachada de su negocio: La Barra del Negro Charli. Adentro, retumban las congas y trompetas y la voz de Dámaso Pérez Prado, el rey del mambo.
El que atiende es Charli Mauricio Rivas, un chocoano grande, de carcajada blanca y un arete dorado que le cuelga de la oreja derecha, con la figura de una nota musical. El arete bailotea al ritmo que Charli le imprime a un güiro con el que acompaña a un cliente que le echó mano a las maracas. Otro, en un rincón, golpea la mesa con la palma de las manos, como si fuera Ray Barreto, y uno más, tan negro y feliz como Charli, baila, solitario, en la mitad del local.
El negocio del negro Charli está repleto en esta madrugada de viernes. Aunque repleto es un decir, porque el local se llena con 20 personas. Para Charli eso es suficiente. Vive rodeado de clientes de hace muchos años, y de una buena cantidad de sus ‘panitas’ chocoanos que vienen a espantar el frío a punta de salsa y ron.
Así ha funcionado La Barra del Negro Charli desde hace 15 años en la zona rumbera del barrio Restrepo, en las primeras calles del sur de Bogotá. Allí tiene fama de hacer sonar los mejores boleros, danzones y montunos del barrio.
Conocer La Barra del Negro Charli forma parte de una manía que me acompaña desde hace muchos años. Cuando me queda algo de tiempo en mi trabajo de reportero ambulante, me voy a buscar bares de guateque y de salsa vieja guardia.
Prefiero los sitios donde usan acetatos, por ese sonido algo áspero que le imprime la aguja y que, untado de salsa, rasguña las entrañas hasta lo más profundo. Sin embargo, no es fácil hallar estos lugares, así que con tal de que sea salsa de los años ochenta para atrás —cuanto más atrás, mejor—, casi todos funcionan muy bien para una noche o un rato de salsa dura.
Los sitios que busco no aparecen en las guías turísticas, aunque allí se consiguen excelentes; ni son los que frecuentan los universitarios, que también hay algunos muy buenos.
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Los lugares que busco son aquellos donde se respira salsa en su estado más puro y que, por lo general, están en los barrios y en zonas que no gozan de la mejor reputación. Pero para eso existe el taxi, que te deja y te recoge en la puerta del negocio. “Y yo pasaría de tonto si no supiera que uno tiene que estar mosca por donde quiera”.
En ese rastreo conocí hace unos diez años El Podium, de Óscar Castro, en la calle 80, frente a la estación Avenida 68 de TransMilenio. Allí vi bailar a los caleños de Swing Latino, mucho antes de que fueran campeones mundiales, y escuché el piano de Alfredito Linares.
Aunque Óscar ‘el Podium’ Castro mezcla todos los géneros, su fuerte es la pachanga. Aquí, Joe Quijano es rey. Hasta le mandó a hacer un mural. En la última visita, a finales de marzo, me contó que, además, en las próximas semanas comenzará a presentar cada 15 días a los mejores bailarines bogotanos de salsa.
A pocas cuadras de El Podium, en la calle 72, está Barú Salsa Bar, de Pablo Rojas. Es nuevo. Nació crossover, pero hace un año se dedicó a la vieja guardia, influenciado por Ciro Ibáñez, un empresario de eventos salseros, y por el Beto de la Salsa, un presentador de este género. Barú es el más amplio de todos. Tiene dos salas, buena música y un sonido para levantar techos.
Los otros bares están en el sur. Síguelo, en la avenida Primero de Mayo, mantiene la tradición del Abuelo Pachanguero y el Panteón de la Salsa, mis favoritos del sector, pero cerrados desde hace unos dos años. Hoy, a las 11:00 de la noche están ocupadas las 24 mesas de Síguelo. La pista está repleta. Una morena de botas negras gira como un ringlete. Un treintañero de camisa negra hace ‘pico de garza’. Suena Ray Pérez. Reconozco los mocasines blancos de un mulato sesentón, antiguo cliente del Panteón de la Salsa. El éxito de Síguelo parece provenir del DJ, Darío Chaparro. Su música levanta a cualquiera.
Entre la Primero de Mayo y el Restrepo está Salsón, en el corazón comercial del barrio Galán. Es un local mediano, en un segundo piso, adornado con imágenes de Ismael Rivera, Pete ‘el Conde’ Rodríguez y Tito Puente, entre otros. En el centro hay unas congas para los clientes. Su dueña y DJ, Gisella Moreno, lo fundó hace seis años. Pura salsa clásica. Prefiere cerrarlo antes que cambiar esa línea. Por aquí casi no vienen bailarines. En Salsón se tira paso, pero cada quien se defiende como puede.
Del Galán al barrio Restrepo hay unos 15 minutos en taxi. La zona de rumba la conforman unas ocho cuadras de puro neón y una mezcolanza que va del vallenato al rock. Las aceras, una cuadra abajo de la avenida Caracas, hormiguean a la medianoche. Incrustado en este caos está Rumbón Melón, el más antiguo salseadero del sector. Cumplió 30 años. Su propietario, Hernando Zabaleta, de Pacho (Cundinamarca), mezcla vieja guardia (del 68 para atrás) con algo de guateque (70 y 80) y salsa con sonido antiguo pero producida por orquestas europeas contemporáneas, como Salsa Céltica, Máxima 79, La Sucursal y Ocho y Media, aunque esta última ya está pasando de moda.
Una cuadra al norte, por la calle 17 sur, funciona El Palladium. La especialidad: música cubana de los años cuarenta y cincuenta: Benny Moré, Conjunto Casino, Sonora Matancera y Gloria Matancera. Hoy no le cabe un alma. El dueño y DJ, Orlando Vargas, agarra el micrófono y enarbola la carátula del acetato que va a sonar: homenaje del Jefe, Daniel Santos, a Gabo. Luego resume la historia del disco y enseguida le mete la aguja al primer tema, Toma Jabón pa’ que laves: “Ya no hay amor, no hay amistad, el hombre es un animal que no quiere a nadie…”.