Eduardo Escobar, el poeta de 65 años, descubrió no con poco asombro el mundo de los videojuegos. Hizo goles, disparó un arma, tocó guitarra y sacó sus conclusiones.
Creo que el hombre moderno, con todos sus abolengos y presunciones, se parece mucho, con menos pelos pero con todas las señales, al arcaico que corría el mundo a la caza de un prójimo para hacer un caldo con sus sesos, con el cráneo un pocillo, con la tibia una flauta. El cacareado Progreso es una ilusión provocada por la sofisticación creciente del universo de las cosas mecánicas y el enredo de las normas. Las herramientas son cada año más precisas y mejor diseñadas, incluidas las letales de la guerra. Pero el alma sigue plagada de peligros rastreros y mezquindades para cada uno, y para cada otro. El obrero austriaco que tuvo a su hija en esclavitud sexual encerrada en un sótano se valió para armar la prisión de máquinas alemanas bien calibradas y durables, silentes taladros, remachadoras de golpe, sierras de mano con filos de tungsteno.
La tarea que me encargó SoHo para este número me reconfirmó la idea. Las cosas progresan. Mientras el alma humana permanece invariable y torpe. Es posible no confiarse en las personas. Pero no se puede dejar de admirar los artilugios que las circundan. Por hondo que uno cave contra la locura del mundo lo pasma la maravilla de la parafernalia tecnológica. La maquinaria.
La propuesta consistió en hacer una prueba con videojuegos en un almacén del norte bogotano que me deslumbró con los prodigios que encierra. Y me reaseguró en mi fe: la fantasía está en el aparato. Detrás bien puede haber un tonto sin imaginación como yo, que no da pie con bola.
Primero me ensayaron con un monito propio para un niño de tres años. Saltaba una serie de obstáculos. Y un coro de alarmas en los parlantes y de señales luminosas en una pantalla me ilustraba sobre mi pobre desempeño. Después me gozaron más de lo que gocé, complicando las cosas. La gama de los videojuegos va desde los inocentes o pueriles, todos adelantan con un botón, atrasan con otro, o brincan y cambian la dirección del fantasma virtual, hasta los más complicados. Como los de carreras de autos, y fútbol, en los cuales el programa te autoriza para elegir las camisetas según las nacionalidades de los equipos. Y claro, existen los bélicos de una terrible belleza fatal con poderosos arsenales de pistolas, ametralladoras y granadas que matan enemigos inventados en el espacio virtual, y de paso asesinan el tiempo del jugador atrapado en el hechizo luminoso. Y existen los de puñetazos y patadas. Y cada uno tiene distintos niveles de dificultad. Yo disfruté más los musicales que los marciales. Llevándole la cuerda a una guitarra y de baterista de un grupo de rufianes. Ritmo no me falta.
Yo había practicado los videojuegos de hace años con mi hijo Simón que fue mago del asunto. Pero Simón creció y se aserió y yo no volví a tratar con estos robots digitalizados que convierten en robots llenos de dedos individuos de carne y hueso en una interacción maliciosa. Las pantallas de antes no se comparan con las de alta resolución de hoy. Y los diseños de los personajes también se han enriquecido, y la profundidad de los paisajes, y las ciudades futuristas por donde se desplazan a los impulsos frenéticos de las yemas de unos dedos crispados. La cosa no solo envicia como sospechan los expertos en adicciones. Lo peor es que uno acaba creyendo que es muy interesante conducir los avatares de una alucinación técnica por el rectángulo de la pantalla, mientras se ausenta la vida para acumular puntos. Puntos y puntos son el premio gordo del reto.
En los nuevos videojuegos, arte tecnológico dibujado en fotones, se juntan la imaginación de los diseñadores y la ingeniería del aturdimiento. Los autos rugen, los cañones retumban. Y todo lo demás desaparece en el ruido, y el sujeto queda reducido a su motricidad fina, en simbiosis con un miliciano de ojos refulgentes vestido como un demonio del Apocalipsis tan esperado, que fumiga con andanadas de balas luminosas montañas que explotan en pedazos sobre el tiempo perdido e irreparable.
Mientras jugaba pensé si los videojuegos en la inercia del maquinismo que nos somete, y nos arrastra, desde que se casaron la chispa y la rueda, nos adiestran para habilidades futuras. Sí. Tienen una utilidad misteriosa para la especie. Mientras la especie juegue, los dedos engarrotados, los ojos afuera, la lengua mordida, ocupa sus malas inclinaciones, y gasta el orgullo, y la ansiedad de dominio, en una poltrona, no matando prójimos en Asia, América, Europa, África, Oceanía.
Dije que mi desempeño fue pobre. Pobrísimo. Es que entretanto brincaban las pelotas, volaban autos, tronaban aviones en cielos simulados, pensaba. Y lo único que no se pide aquí es pensar. Se exigen reflejos, una musculatura bien articulada en un esqueleto. No el pensar. Que quizás perdimos hace años en el jardín encantado de las máquinas. O estamos en el buen camino de ponerlo en el desván de las cosas pasadas de moda.
Algunos en defensa de los videojuegos, dirán. Tan serio el hombre, tan trascendental. No hay tal. Es que me aficioné a otras diversiones. Yo me entretengo mejor que detrás de la sofisticada consola leyendo sofistiquerías de Platón, de altísima resolución conceptual como un televisor japonés de última temporada. Los limones de Eugenio Montale a ver en qué consiste el famoso misterio de la poesía. O los signos de las estrellas mientras caminan sobre nuestros casinos. Los teólogos suponen que Dios vigila nuestros actos desde toda la eternidad, incluida la anterior. Debe aburrirse en grande, francamente. Contemplando a su pobre mono. Convencido de que evoluciona porque los altavoces atruenan más y las figuraciones de los videojuegos son más complejas, y hermosas de año en año.
Qué más puedo decir. Bip. Bum. Tic. Y tacataca.