Uno de los escritores españoles más elogiados de los últimos años, autor de Los Baldrich y La estación perdida, se le midió a un deporte realmente extremo: atravesar Bogotá en bus.
En pleno centro de Bogotá levanto la mano y un autobús que no sé de dónde sale, si del oeste o de Siberia, se detiene igual que un juguete mitológico. Lo que más me gusta de las busetas de Bogotá es que las paras donde quieres. ¡Al diablo las estaciones, que esto no es Estocolmo!…
El humo negro que suelta y el rechinar de los anclajes ponen en relieve su mala salud de hierro. Como no frena del todo me agarro de donde puedo y doy un salto y ya estoy arriba, en otro mundo. Pago 1400 pesos por entrar. La cabina del chofer parece una celda y me adentro en un universo insólito, a medio camino entre un viejo taller de reparaciones y el pasillo de un hospicio de Londres a finales del XIX. Oliver Twist sabría de lo que hablo. Esto es una república con excedente de empujones, olores, esfuerzos, equilibrios, imprudencias. Como no hay espacio, cabemos todos. No hay nada más democrático que una buseta, ni siquiera el deseo.
Trato de instalarme. Me cuesta caminar. Doy botes. Resbalo, pruebo un asiento y sin querer arranco la parte de abajo. Este es un mobiliario manejable, destartalado. Hay asientos para todos los gustos: eskay, plástico, fundas quemadas… La tapicería es cada cual de su padre y de su madre.
Tras un puñado de frenazos cambio de buseta al inicio de la séptima. Detengo la 43 y salto de nuevo. Me cuesta dos minutos pillarle el punto, es decir, cogerle el tiro a la vaina. Me duelen las rodillas. Giro la vista y en la ventana leo un aviso que me saca de dudas: “Estas sillas son de uso exclusivo para personas”.
Está bien saberlo.
Sube un joven vestido de traje, en la espalda le cuelga una mochila. La disfunción estética mezcla bien con la escasez de placer que atraviesa el ambiente. La puerta queda abierta durante el recorrido. Es el canal de aire acondicionado con el ambiente de contaminación de Bogotá. El aire que entra es negro como un tubo de escape. Estoy sentado y toso. Miro por la ventana y veo parte de la calzada y las aceras: taxis, polvo, billares, inquietudes…
Sigo dando botes, se me saltan las gafas y decido guardarlas. Gaitana, Unicentro, Usaquén… aleatorios destinos que hago míos… Una pareja duerme a mi lado. Sus rasgos indígenas delatan distancia y necesidad. La penuria ilumina el destino con la lumbre que encuentra. Es lo de siempre, bloques de acre alambre a la deriva… Son jóvenes que han envejecido precozmente. Se abrazan. No, no se abrazan: duermen abrazados, de tal modo que no logro saber si son pareja o son hermanos. Se cubren con una manta. Tienen frío. Sus manos están sucias. Respiran por la boca ajenos a cuanto pasa a su alrededor. Hay vidas a las que se les van deshilachando los pespuntes a pasos agigantados. Quiero creer que son hermanos. No abren un ojo ni al sortear el bache más enorme. Trato de leer en sus párpados el barrio, la calle, el parque en el que descenderán. Otro socavón nos hace saltar a todos. Ellos ni se inmutan, es más fértil el sueño que viven ahora que la realidad que les aguarda cuando abran los ojos.
Las calles de Bogotá van sobradas de grietas. Esta carrera parece una tela de cemento llena de hendiduras. Cuando llegué me dijeron “Bogotá será hermosa cuando la terminen”. Entre las obras, mientras las vías se desangran, hay policías que dirigen el tráfico, vendedores ambulantes, libros pirateados, Bancolombia y una bicicleta que, sorpresa, respeta un semáforo.
Entra una señora de aspecto cansado, respira agitadamente y le ofrezco ayuda para subir. Al escuchar mi acento y ver al fotógrafo se asusta y dice:
—¿Usted es de acá?
—Yo no.
—Por favor, me da pánico verlo con la cámara…
—Yo no, pero él sí, estamos trabajando.
—Pero esa cámara… ¿usted tiene póliza?
No tenemos nada, señora... No hay seguro que valga para protegerse aquí dentro. Es la intemperie dentro de la intemperie. Alguien entra de improviso, se agacha y logra traspasar las rejas que protegen la cabina. El conductor lo reconoce y le deja acceder, se sienta a su lado y destapa una Coca-Cola que comparten mientras me bajo en la Universidad Javeriana… para respirar más polución y ver chicas… y soñar que sigo estudiando…
Pasan busetas de todos los colores y tamaños. Estampadas, tuneadas, de noventa plazas, de diez plazas… Estoy en la carrera séptima y la contaminación es inconcebible. De pronto un vigilante con chaleco naranja me ordena que espere la buseta en una parada, que ya está bien de que cada cual haga lo que le parezca. Resulta que están enseñando a la población lecciones de urbanidad. ¡Que me ahorquen si les hago caso! Yo la paro donde quiero. Agarro una buseta enclenque cuya chapa es naranja y de sus vértices emergen unas llamas que hacen que me sienta Michael Knight en El coche fantástico.
Entran dos mujeres compartiendo auriculares y bebida. Me sostengo como puedo en el pasillo y busco el fondo donde detecto una plaza libre. Desde aquí controlo el interior y siento temblar el suelo y el techo a la vez. A mi lado suena un celular y mi vecino responde: “Aló, como me la dio de más, hermano… está inundado el centro… Cierto, ha empezado a llover… ¿cómo? No sé todavía, mañana tengo que ir (y yo tengo que hacer un paréntesis porque empieza a oler muy mal, es una mezcla de olores que lo complica todo) listo, listo, hasta ahorita…”.
Listo… Por la puerta de atrás aparece un espigado chaval que, para mi sorpresa, habla en voz alta:
—Buenas tardes, disculpen que les interrumpa, vengo ofreciendo barritas de incienso, sirven para quitar los malos olores, en oficinas, en trabajos, en sus casas…
Y en esta buseta también, pienso mientras me llevo la mano al bolsillo en busca de dinero.
—Y el coste es mínimo, solo 100 pesos.
Los encuentro y compro una barrita con aroma a vainilla. El chico me da el cambio y me acerco el incienso a la nariz para dar con ese aroma que me transporta por un instante a Madagascar, donde crece la vainilla en rama, porque el olfato, ya se sabe, está siempre a favor del recuerdo.
Cuando llegue a casa lo prenderé para que se abra la piel de la memoria. Pero ahora todo pasa dentro de la buseta. Tras el cristal leo “centro especializado en pagos” y pienso ¿centro especializado en pagos? ... Algún día montaré uno de esos junto al chaval del incienso… pero un pedazo de aluminio se desprende del techo, el mobiliario se cae a trozos y es hora de cambiar de buseta.
De pronto irrumpe un calor sofocante. Ya no llueve. Brilla el sol en Bogotá y eso sí que es noticia. Tomo la carrera 11 y me subo a otra buseta. Parece diferente, sí, resulta más quirúrgica, más nueva. Llama la atención el hilo musical, suena Manu Chao: “Me gusta colombiana, me gustas tú —encuentro un sitio libre y me siento— me gusta malasaña, me gustas tú...”. Tengo a una señora a mi lado vestida con uniforme, no sé si de supermercado o de gasolinera. De policía seguro que no. Aprovecho que me sonríe para preguntarle:
—¿Es posible colarse en la buseta?
—¡No se le ocurra!?—Pero si no veo revisores…
—No, pero mira cuántos espejos tiene el conductor:
Es impresionante. No me había fijado: la cabina del chofer es una colección de espejos desde los que se controlan todos los ángulos del habitáculo. Logro contar hasta siete… “Qué voy a hacer, je suis perdu…”.
—Por cierto, me han dicho que a veces suben músicos a cantar.
—Sí…
—Yo he venido de Madrid por eso, estoy esperando a que suba Carlos Vives y cantar con él.
Ella se parte de risa antes de responder:?—¡Pero no! ese no sube acá, esos ganan la monedita…
“Qué voy hacer, je ne sais pas”.
Nos bajamos cerca de la 93 y nos despedimos. El sol de hace media hora ha dado paso a un imprevisto frío. Desciendo unas calles y busco otra buseta que vaya para el centro. Aparece en menos de un minuto. Quedan asientos libres y anoto cuatro cosas acerca del esquizofrénico clima bogotano. Mondo difficile…
Cuando ya no lo espero aparece un señor con una guitarra en la mano. Ha pedido permiso para subir. Mira a la audiencia y avisa:
—Buenos días, damas y caballeros, qué pena con ustedes, disculpen las molestias, voy a interpretar unas canciones de música popular, tengo una familia y no es para meter vicio…
Y al tiempo que desgarra las cuerdas con los primeros acordes, arranca a cantar como si acelerara:
—¡Adelante, vamos padelante… y no mires atrás… ahora olvido el amor que me olvida!
Canta con ímpetu. Lo hace desde las tripas, como si llegara con el metabolismo alterado por la primavera. Da prioridad al corazón antes que a la técnica. Le aplaudimos y sonríe antes de explicar que ahora interpretará Mujer ajena, de Los Legendarios…
—Por ti me muero, para verte conmigo…
En cuanto termina le doy unos pesos y me siento con él. Se llama Wilson y viene de Santander. Gana bien cantando en las busetas. Le pido que canteamos a dúo una canción que sepamos los dos.
—¿Una de Serrat? —le pregunto—.
¿Mediterráneo?—No conozco, ¿de quién?
—Joan Manuel Serrat, un cantautor catalán…
—No sé, no conozco —esto sí que no me ha pasado en la vida. Wilson siente que tiene que explicarse:
—Yo hago más canción romántica, y ahora quiero mejorar la llanera.
—¿Llanera? —ahora soy yo el que no conoce.
—La canción que se hace en el Llano.
Me queda claro.
Wilson tiene que irse, se pone en pie y nos damos la mano.
Me quedo solo y, después de un rato, me veo reflejado en la ventana tarareando: “Adelante, vamos padelante…”.