Que no haya recreacionistas

Por: María Elvira Samper

Sin necesidad de meterle filosofía al asunto, diría que el concepto de recreación es sinónimo de entretenimiento, diversión, alegría, de algo que carece de importancia y que se hace

Sin esfuerzo, por gusto, en forma voluntaria, en los ratos de ocio, en las vacaciones, en el tiempo libre. En plata blanca, algo que no es obligatorio y que nos produce satisfacción y placer.

¿Mi recreación favorita? El ocio, no el negocio. Poner la mente en blanco, mirar hacia un punto fijo y sentir que, poco a poco, mis neuronas van siendo desplazadas por unas suaves, mullidas y enormes motas de algodón. Por eso si en la base de la recreación está la libertad de elegir, de escoger, sin titubear opto por la inacción, por tenderme al sol y rascarme la barriga al sol, por pensar en los huevos del gallo. Cero deporte, cero excursiones.

Nada de aventura, nada de actividad.

Sin embargo, este es un concepto que no entienden esos nuevos profesionales del tiempo libre, las más modernas figuras de los clubes, la hotelería y el turismo: los recreacionistas. Tan intensos y llenos de energía, siempre alegres, atléticos y de buena facha, con sus bíceps bien marcados y sus abdómenes six pack -no siempre tan masculinos como parecen-, se distinguen a leguas por sus tangas narizonas, sus gafas negras y un silbato colgado al cuello. Pero sobre todo, y ese es su sello de fábrica, porque desconocen que existe el derecho de los demás a la pereza.

Organizadores del tiempo libre institucionalizado, estos técnicos del recreo que se especializan en cosas para "desaburrirnos", pueden convertirse en la pesadilla del soñado y planeado viaje de vacaciones. Como aves de rapiña, viven a la caza de incautos que no se conocen entre sí y que han caído en la trampa -cujíes que somos- de los paquetes turísticos con todo incluido: tiquetes de avión, alojamiento y tres comidas, y un ridículo collar de pepas que se acorta por cada trago que nos echamos al pico.

Cada turista, sin discriminación de edad, raza, nacionalidad, religión, peso o sexo, se convierte en blanco de sus planes de integración en torno a actividades como el water polo, el voleibol de playa y el microfútbol, las carreras de observación y de natación, los concursos de canto, el baile...

Son la plaga del turismo moderno. Ignoran en forma olímpica que la recreación lleva implícitos dos conceptos claves, libertad y placer, y se niegan a aceptar que jugar al aire libre o hacer una actividad física o deportiva cualquiera solo produce satisfacción y placer cuando lo hacemos por gusto, porque nos da la real gana. Por ninguna otra razón.

Los recreacionistas pueden convertir las vacaciones en una especie de servicio militar. No sé por qué se sienten con derecho a presionarnos para hacer lo que a ellos les parece entretenido, si para muchos de nosotros -neuróticos de todos los pelambres- eso no es otra cosa que la violación del más elemental de los derechos humanos: el dolce far niente. No logro entender por qué se empeñan en sacudirnos y por qué no aceptan que el concepto de recreación no necesariamente es para nosotros sinónimo de sudar la gota gorda.

Como si este rosario de incomprensiones no fuera suficiente, a sus múltiples características añaden el don de la ubicuidad -están en todas partes- y una enorme capacidad para hacer ruido con los megáfonos que usan para anunciar el próximo juego, la conformación de los equipos y los reglamentos, o para alentar a los rezagados en juegos de tanta dignidad como una carrera de costales. Ah, se me olvidaba otra cosa: la originalidad de los juegos que organizan, como ese de poner a los pensionados gringos -que nunca faltan en los resorts del Caribe- a correr con una cuchara en la boca sin dejar caer la papa que llevan, o el de ponerle la cola al burro.

Y ni para qué hablar de su vocación acuática y de su capacidad para convocar a niños con pulmones sanos que apenas despunta el sol quieren jugar en la piscina. Una pesadilla. Los que quieren pasar un día tranquilo de sol y agua se ven obligados a buscar asilo para protegerse de las salpicadas, los gritos infantiles y los ¡hurras! de las mamás que les hacen barra. Demasiado ruido, demasiada fraternidad y trabajo en equipo. Demasiada organización, demasiado entusiasmo, demasiado espíritu sociafílico. Y es que el recreacionista es, sobre todo, un ser social que no resiste la tentación de acercarse al que ve solo y tranquilo para invitarlo a jugar, para prácticamente obligarlo a participar en el siguiente partido de voleibol piscinero.

¿Por qué se empeñan en convencernos de que solo estando en permanente actividad podemos sentirnos bien y a gusto? ¿No se dan cuenta de que aplastarse en una asoleadora y dejar volar la imaginación es mejor que llenarse de arena jugando en la playa? ¿Por qué no entienden que hacer deporte no es ni la única ni la mejor manera de hacer un uso constructivo y positivo del tiempo?

¡Al diablo los recreacionistas! En un viaje de vacaciones a Cancún que organicé con mi familia, por primera ves entendí, y sufrí en carne propia, ese concepto del existencialismo sartriano según el cual "el infierno son los otros".