Existen para todo: para lanzar un libro, un candidato presidencial, un producto de belleza o para cerrar un torneo de golf. Cocteles hay todas las noches y en todas partes, pero Antonio Morales todavía no le ve la gracia a un evento social que nada justifica.
Desde la suma de palabras que le dio origen al término, no se entiende nada. Dicen las directivas de la Fundación para el Seguimiento de los Cocteles (FSC) que la palabreja de origen anglosajón viene de la suma en inglés de las palabras cock y tail, o sea gallo y cola, que unidas terminan por formar la palabra cocktail, algo así como cola de gallo, o “culo de ave”, en su versión costeña. ?Debe ser por eso que en Colombia el rey de los cocteles, Poncho Rentería, siempre va a ellos adornando su grácil cuello de vestal masculina con un pañuelito de esos conocidos como “rabo e gallo”.
En la FSC sostienen, además, que los cocteles, en su versión líquida y alcoholizada, se los inventó en el puerto de San Francisco, Estados Unidos, un desocupado barman que les echó a unos whiskies de mala calidad para marineros que sufrían como no pocos de nuestros políticos de priapismo (erección permanente) unas raíces delgadas que tenían justamente la forma de una “cola de gallo”, en el sentido puramente masculino, y no en su versión chabacana de avícola exaltación del clítoris.
De cómo el término preciso para ciertas bebidas mezcladas se convirtió en genérico de ágapes sin sentido ni destino y con enorme potencial dipsómano no tienen ni idea ni siquiera Jean-Claude Bessudo, el general Bonett o Salvo Basile, los gurús en Colombia de esa vaina de hablar durante cuatro o más horas medio borrachos sobre todos los lugares comunes de la política, la arrechera y la sociedad.
Simplemente, parece que a la suma de empedernidos beodos que tenían vaso con mezcla de tónica y ginebra o cualquier vaina similar se le llamó coctel, en el sentido de reunión aleatoria de semipepos y pepas, que por lo general están al acecho de a quién le lagartean o a quién se llevan a la cama.
Pero aun así, uno no entiende para qué sirvan esas reuniones donde todo tiene libreto, hasta las regurgitaciones de los más ebrios. ¿Se trata de relaciones públicas, celebraciones, aniversarios, lanzamientos, vernissages, inauguraciones, firmas, finales de conferencias? De todo un poco, pero en realidad el coctel es una manifestación social que no sirve para nada. Hasta los más habituales no saben ni a qué van ni por qué van. O sí: para ponerse cita en el próximo.
El Dane —oh dicha— me facilitó los datos que reposan en su ciberbarriga sobre los cocteles (inicio de rumba con ínfulas de pepera y periquera) en Colombia. Cada día se realizan por estos lados 13.642 cocteles de todo tipo, desde grandes eventos como los premios Simón Bolívar (primero en la lista de cocteles que empiezan mansamente y terminan con vicepresidente entrando repetidamente al baño a empolvarse la cara con talcos del Guaviare) hasta cocteles de tienda con pola y cola. Rabo y gallo, de nuevo.
La dinámica recurrente es poco más o menos inentendible. Los oferentes están desde temprano esperando en la puerta del salón, del club o de la galería, exhalando sus olores de perfumes, cremas y lociones al punto de perfumar la entrada como si se tratara de ingresar a una Marionnaud en París.
Con la llegada de los primeros invitados (hay que decir que el Dane sostiene que en los cocteles el 73 % son colados) se va armando una especie de baile muy lento al cabo del cual y ya llena la sala, parejas o individuos se deslizan de un grupo a otro, repitiendo las mismas fórmulas de cortesía y los mismos chistes hasta acabar la noche. Entrado uno en gastos, tras haberse echado al gaznate varios tragos, la cara le huele a una suma de olores brutales, que se parece a la mezcla de sobaquina y Channel, de tanto beso en la mejilla.
Hacia la mitad del evento, el personal ya se ha decantado y sofisticado. Empiezan a quedar los duros, los profesionales, los raspacocteles. El combo desinhibido asume una especie de vals jincho, las voces crecen, las risotadas emergen entre los meseros que esquivan culos de silicona y corbatas al viento y al azar.
Ahí es cuando menos se entiende de qué van los cocteles. Porque ni van, ni vienen, ni se vienen. Se trata de un tiempo muerto, de un jet lag en tierra; de una especie de rumor que se va instalando en la inconsciencia. El coctel deviene hacia su clímax que surge cuando alguien saca el perico desvergonzadamente, otro se resbala, una fulana muestra las tetas y la modelo de turno eructa champaña tapándose los frenos con el dorso de la discreta manito perfumada.
Principio, clímax, final, todo es igual, pues no pasa nada distinto a la intoxicación colectiva, no solo de alcohol y fua, sino de palabras vanas, tesis prestadas, sonrisas de espejo, negocios fallidos y proyectos perecederos.
Mejor dicho, un total galimatías colectivo y exultante de vapores primarios. Y lo peor de todo es que las gentes van a exhibirse, pero pierden la memoria del coctel, no se acuerdan ni siquiera de a quién se lo pidieron cuando ya van en el camino taciturno e inefable del guayabo.
El coctel sí es chicha y es limonada y tan poco los entiendo que, cuando me toca ir, siempre llevo en mi bolsillo, por si las moscas, un coctel molotov, que es el único que realmente sí prende…