Elogio

Elogio a las (pequeñas) mentiras

Por: Cony Camelo

De tanto vivir a la defensiva, la necesidad de mentir ya es un vicio que todo el mundo practica. La actriz Cony Camelo, le cuenta por qué no le parece tan malo.

"¿Mi amor me veo gorda en este vestido?". Seguramente alguna vez su novia, esposa o levante le ha soltado esta bomba sin esperársela, un día cualquiera antes de salir de la casa a un plan cualquiera que, pensaba, iba a ser perfecto. El temor a responder con sinceridad es inminente y ahí es cuando usted empieza a padecer sin necesidad. Si dice “sí”, se enoja, si dice “no”, ella replicará: “¿seguro?” o “¿no me estás diciendo mentiras?” y usted tendrá que empezar a inventar explicaciones de las que no tiene idea. Tranquilo, yo como mujer lo entiendo. Por eso, si de algo le sirve, le cuento dos cosas que debería saber en caso de que tenga que enfrentar este común y complicado punto.

Primero: cuando una mujer le pregunte algo así, ella ya sabe perfectamente cómo se ve. Y segundo, una mujer pregunta eso precisamente buscando que le mientan para complacerla. Todos, hombres y mujeres, sabemos que la única respuesta correcta es: "No, mi amor, para nada, te ves divina". No importa si se ve gorda o no, la verdad ahí no importa: si nos vemos gordas estamos esperando que nos mientan.

En cientos de casos como el anterior, mentir resulta siendo un verdadero acto de amor, más efectivo que la verdad. Pero creo que en otros casos, mentir es casi que un acto de supervivencia. Por eso, aunque sé que no es completamente correcto, creo que la gente miente porque no hay otra escapatoria: la mayoría de veces, en preguntas como “¿por qué saliste anoche?”, “¿por qué llegaste tarde?” o “¿con quién estabas hablando?” y etcétera, nos vemos entre la espada y la pared. En eso casos, decir la verdad es como elegir la espada.

"La mentira es un mecanismo de defensa, mentimos para protegernos. Por eso, quien toma burundanga se siente tan seguro de sí mismo que no tiene la necesidad de mentir”, dice Silvia, mi personaje enBurundanga, obra que presento por estos días en el teatro Nacional La Castellana. Y creo que hay mucha verdad en esa frase.

Imagine poder decir la verdad a su pareja, todo cuanto piensan de otros hombres y otras mujeres, poder contar sin arrepentimiento los cachos que se hayan puesto, hasta con la alegría que se vivió al ponerlos, entrando en detalles sucios y sonriendo. O poder decirle al amigo, al colega, al vecino, al jefe, lo que realmente piensa de él o de su trabajo, con las palabras que son, sin cuidado. Imagínelo por un momento: es una de esas escenas perfectas que a veces quisiéramos protagonizar. Aunque escasos, para mí no hay nada más emocionante que ver esos momentos en los que alguien le dice la verdad a otro en su cara. Los que lo hacen son unos valientes, unos héroes. Sin embargo, soy una persona aterrizada y sé que, en muchos casos, nada bueno sacaré con decir la verdad.

No es que quiera ser una promotora oficial de la mentira, pero creo que, paradójicamente, de lo más sincero que tengo por decir, es que mentir es un acertado método de defensa. No sé si haya gente a la que le encante mentir por mentir, pero hay que admitir que con pequeñas mentiras nos salvamos muchas veces de recibir -y hacer- regaños, reclamos, pataletas, histerias y berrinches sin los que la vida puede seguir perfectamente. Es más, me atrevería a decir que, incluso, muchas veces nos ahorramos una jornada de amargura cuando alguien nos miente.

Por eso es que creo que mentir es como un sistema predeterminado con un montón de códigos aceptados que todos aplicamos. Hace unos años, por ejemplo, una amiga actriz sufrió un accidente donde se golpeó fuertemente la cabeza. Después de un tiempo me contaba que una de las consecuencias graves era que había perdido su capacidad diplomática. Tan delicado era el asunto que, en el estreno de una obra de un importante teatro de la ciudad, la productora le preguntó al final de la función qué tal le había parecido y ella no tuvo reparo en responder: "Me parecieron flojos algunos actores y la obra en general es bastante regular". Todos quedaron atónitos porque no faltó quien se sintiera aludido y, claro, sus amigos cercanos le aconsejaron que fuera más "diplomática".

Mi amiga sigue igual y va por la vida sin filtro, tratando de reducir su falta de diplomacia, aunque a veces pase por imprudente, que es como ahora le dicen también a la gente que habla con sinceridad. Yo no veo que eso sea tan malo, al menos de vez en cuando, pero me llama más la atención que todos prefieran señalar su poca “diplomacia” que celebrar su sinceridad. Al final, la diplomacia no es más que una manera de maquillar la verdad, una manera de mentir. O sea que, por parte y parte, mentimos.

Hay que admitirlo: este mundo nos enseña a mentir con frecuencia y a decir la verdad de vez en cuando, como si fuera un acto heroico. "Por fin le dije la verdad", dice uno con gran mérito esperando aplausos y ovaciones. Debería ser al revés, pero no es así. Nos acostumbramos a mentirnos unos a otros, a "hacernos pacito". Y si así hemos podido sobrevivir, sin hacernos daño cada cinco minutos, no me parece tan malo decir las mentiras que ya nos sabemos de memoria.

En serio. Creo que la discusión sobre la verdad y la mentira, la mayoría de veces, es una pelea que gana la práctica y pierde la teoría. Si le quedan dudas, por ejemplo, aplique la verdad la próxima vez que su novia le haga la eterna pregunta de "¿Mi amor, me veo gorda en este vestido?". A menos de que sea Sofía Vergara, hágale, dígale la verdad, a ver cómo le va.

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