Los gobernantes, y especialmente los dictadores, no han desaprovechado oportunidad para meterse en los mundiales de fútbol. Lo han hecho para esconder sus atrocidades, lavar su imagen y hasta para comprar los títulos de sus selecciones. Un recorrido de Italia a Qatar.
Es el mejor espectáculo del mundo. Es “lo más importante entre las cosas menos importantes”, una frase cuya autoría se discute entre el argentino Jorge Valdano y el italiano Arrigo Sacchi. Es tan trascendental, que “durante su vida un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no de equipo de fútbol”, expresión del gran Eduardo Galeano. Es una de las formas más potentes de softpower o poder blando, esa estrategia con la que Estados Unidos ha logrado hacerse fuerte más allá de las armas nucleares; con sus gaseosas, sus hamburguesas, su cine, aunque no, no con el fútbol. Ese poder lo tienen otros países que sí saben de este deporte.
Todo eso lo saben los gobernantes desde hace un siglo. Mucho más los dictadores. El fútbol es ideal porque aviva el nacionalismo y distrae los problemas internos, es fácilmente lo que en estas tierras conocemos como “cortina de humo”, la más grande de todas. Y aunque la FIFA ha sido drástica al suspender temporalmente a federaciones como las de Perú, Guatemala, Trinidad y Tobago, Chad, Kenia y Pakistán por la intervención del Estado en las federaciones de fútbol, la realidad es que es larga y truculenta la historia de las metidas de mano de los dictadores de turno, que vienen desde el segundo mundial en 1934 hasta este que está por jugarse en Qatar.
El Mundial a la medida de los fascistas italianos
El primero en hacerlo fue Benito Mussolini, el dictador italiano que, según se cuenta, no había visto más que un partido de fútbol cuando se empecinó en organizar el Mundial de 1934. Mussolini ya había identificado en Uruguay 1930 que el fútbol era un deporte de masas y que además de movilizar a la gente podría servir de vitrina para mostrarle al mundo “los avances” del fascismo, por lo que el militar ejerció la presión que le permitía su poder en ascenso para que en el congreso de la FIFA fuera escogido su país, como ocurrió después del retiro de la candidatura de Suecia.
Pero el objetivo no era solo organizar el mundial, sino ganarlo y alzarse como fuera entre los 16 países que jugaban el torneo. Para eso, los fascistas se valieron de una estrategia múltiple e infalible: reforzar el equipo nacionalizando ilegalmente a argentinos y brasileños, presionar a los árbitros para que estuvieran de su lado al punto que increíblemente hacían el saludo romano característico del régimen y amenazar de muerte a los jugadores si no ganaban. Tal vez de allí viene aquella expresión: “es un partido de vida o muerte”.
Esos partidos se jugaron, entre otros, en los estadios Benito Mussolini o el Nacional del Partido Fascista, nombres que daban cuenta de la copa hecha a la medida del dictador, que manejó el mundial a su antojo, con resultados absurdos como un 7-1 contra Estados Unidos y hechos inverosímiles como el 1-1 contra España en cuartos de final, encuentro que después de los 90 minutos reglamentarios tuvo su alargue al día siguiente para poder comprar al árbitro, un suizo llamado René Mercet que le anuló dos goles a los españoles y permitió el juego brusco de los italianos. Como consecuencia no volvió a pitar.
Fue para la final celebrada el 10 de junio de 1934 que Mussolini les advirtió a los jugadores de la ‘azzurra’ que si no ganaban ese partido contra Checoslovaquia podrían terminar condenados a la gillotina, así que al ver que el juego estaba empatado a cero goles, en el entretiempo el líder fascista fue hasta el camerino a aumentar la presión. En el segundo tiempo, en el minuto 76, el rival abrió el marcador y causó el temor de una derrota, pero cinco minutos después se empataría y resultaría con victoria italiana en tiempo suplementario.
Ser campeones ante 50 mil italianos orgullosos de su nación le dio un nuevo impulso al dictador Mussolini y sirvió para que los nazis tomaran nota. Joseph Goebbels, el ministro de propaganda se lo dijo a Hitler: “Ganar un partido internacional es más importante para la gente que capturar una ciudad”, por lo que los alemanes organizaron los Olímpicos de 1936, aunque sin tener el mismo éxito. La Segunda Guerra Mundial, que tuvo como epílogo la caída de estos dos regímenes, fue la razón por la que ni en 1942 ni en 1946 se jugaron mundiales.
Pelé y el silencio frente a la dictadura militar
Pasaron más de 20 años para que una dictadura volviera a poner sus manos encima de la pelota: ocurrió para el mundial de México 1970. En ese entonces, Brasil estaba bajo el dominio de los militares, que dieron un golpe de Estado en 1964 para deponer al presidente João Goulart. La selección de fútbol ya había conquistado dos títulos, en 1958 y en 1962, y Pelé ya era O Rei, aunque venía de jugar un decepcionante mundial en Inglaterra 1966. Cuatro años después era su revancha.
En 1968 el asesinato del estudiante Edson Luís a manos de los militares en Rio de Janeiro, tenía caldeados los ánimos contra la dictadura, que encontró en el fútbol el refugio necesario para mantenerse a flote. El general Médici, quien recién había sido designado como presidente por la Junta Militar, destinó recursos de las loterías para patrocinar la Selección de Fútbol; la instrucción era clara: “Como presidente, me gustaría que el pueblo brasileño festeje ese triunfo”, le dijo a João Havelange, quien presidía entonces la Confederación Brasileña de Fútbol.
Pero la mano del dictador, el más represivo mientras los militares estuvieron en el poder, implicaba que él, aficionado al fútbol por demás, decidiera incluso cómo debía alinearse el equipo. Así que lo intentó y entre sus peticiones al entrenador João Saldanha estuvo que pusiera en el equipo a ‘Darío Maravilha’, jugador del Atlético Mineiro. La respuesta del técnico, quien era militante del Partido Comunista, fue explosiva: “Usted se ocupa de su gabinete que yo me ocupo de la selección”.
Saldanha fue removido del equipo y en su reemplazo fue nombrado Mario Zagallo. El ‘scratch’, el equipo del jogo bonito, no necesitó comprar a sus rivales ni poner a árbitros a su favor para ser campeón en México, para muchos es la mejor selección de todos los mundiales con Pelé a la cabeza, quien no dejó de ser criticado por guardar silencio frente a los abusos que terminaron literalmente sepultados con el título mundial.
Años después, ‘El Rey’ se desahogaría: “Al estar pendientes del fútbol y del campeonato, lo que estaba pasando en nuestro país llegó a pasar al segundo plano. Ganar el Mundial fue una auténtica alegría para todos, pero la parte mala fue que eso tapó las torturas, los desaparecidos y los asesinatos”.
La copa manchada de sangre en Argentina
En 1978 el Mundial volvería a jugarse en un país controlado por un dictador. En Argentina, el fútbol y los militares fueron actores protagónicos durante el siglo XX, pero particularmente ese año la historia de ambos quedó entrelazada por el primer título de la historia para los argentinos cuando en el país sucedía el peor de los horrores.
La pelota rodó y los goles se gritaron mientras muy cerca -a menos de un kilómetro del Estadio Monumental de River- ocurrían las torturas, asesinatos y desapariciones del “Proceso de Reorganización Nacional”, el matrimonio nefasto entre militares, empresarios y la iglesia católica convertido en dictadura con la justificación de “controlar la amenaza subversiva”.
Nadie sabe para quién trabaja. El eterno presidente argentino, Juan Domingo Perón, no habría imaginado en 1948 cuando propuso por primera vez que su país fuera sede de un mundial, que quien lo organizaría fuera la dictadura que derrocó a su viuda María Estela Martínez en 1976. Para entonces faltaban solo dos años para el evento que a Argentina ya le habían arrebatado Brasil en 1950, Chile en 1962 y México en 1970, sin embargo, esa no fue razón suficiente para que no se desatara un debate interno en la Junta Militar.
La historia cuenta que el dictador Jorge Rafel Videla, uno de los tres integrantes de la Junta, no quería hacer el evento porque consideraba que el gasto podría ser “desmedido”. Sin embargo, otro de ellos, el almirante de la Armada Emilio Massera, soltó un frase que demostraba que siguió de cerca los casos de Mussolini y Médici: “Políticamente es conveniente hacer el Mundial”.
Y se hizo. Aún con sobrecostos que fueron cuatro veces mayores a los de la siguiente copa, España 82, aún con las Madres de la Plaza de Mayo haciendo visible ante los extranjeros que llegaron a Buenos Aries los abusos cometidos por los militares y aún con sospechas de amaño de partidos.
La goleada de Argentina a Perú 6-0 ha dado para un universo de versiones, la que goza de mayor veracidad da cuenta de que Videla entró a los camerinos de los dos equipos para asegurarse que los peruanos se dejaran ganar por más de 4 goles para que los argentinos llegaran a la final y así conseguir el título que la dictadura necesitaba. La visita del dictador en el Estadio Gigante de Arroyito de Rosario fue en compañía de Henry Kissinger, entonces secretario de Estado de Estados Unidos, que no ganaba mundiales pero sí influía para que otros lo hicieran en beneficio propio, en este caso atornillar en el poder a los aliados militares.
La Argentina de Menotti jugó la final contra Países Bajos, selección a la que se impuso 3-1, con dos goles de Kempes, el goleador del Mundial. Pasarella, el capitán del equipo, recibiría esa tarde del 25 de junio de 1978 el trofeo de las manos manchadas de Videla, quien gracias al fútbol quedaba limpio, al menos temporalmente, por las atrocidades cometidas por su régimen.
Goleadas que humillaron a un dictador
Corea del Norte ha estado únicamente en dos mundiales, en Inglaterra 1966 y en Suráfrica 2010. El régimen de la familia Kim, caracterizado por el hermetismo y del que solo tenemos noticias cuando se producen lanzamientos de misiles balísticos que amenazan una guerra nuclear, también influyó en la participación de su selección de fútbol en un mundial, pero de una manera particular.
Se jugaba la primera Copa del Mundo en África y el sorteo puso a los norcoreanos en el grupo G, bautizado para entonces como el de “la muerte”; en él estaban además Brasil, Portugal con Cristiano Ronaldo y Costa de Marfil. El debut del equipo rojo fue con los brasileños, con quienes perdieron 2-1, en un partido que en el resultado se veía parejo, lo que podría ilusionar al equipo asiático para los otros dos partidos.
Los periodistas que cubrieron el mundial se vieron sorprendidos por la ausencia de hinchas de Corea del Norte -se dice que el régimen de ese país le pidió oficialmente a China que ciudadanos suyos apoyaran a su selección-, lo que reforzaba la singularidad de ese país en el Mundial.
En los dos partidos siguientes vino la deshonra: la goleada 7-0 frente a Portugal y la posterior derrota 3-0 frente a Costa de Marfil, lo que enfureció al dictador, Kim Jong-il. Las goleadas fueron interpretadas como “traición a la confianza del Querido líder”, como se le conocía al padre del ahora mandatario Kim Jong-un, lo que devino en un castigo del estricto régimen.
De acuerdo a medios como Telegraph de Reino Unido y El País de España, a su llegada a Pyongyang, los jugadores de fútbol y especialmente el director técnico del equipo Kim Jong-Hun, pagaron el fracaso futbolístico con trabajos forzados y seis horas de pie recibiendo insultos en el Palacio de la Cultura Popular de la capital del país. Así pagaban su pobre presentación en la Copa de la FIFA, pero sobre todo la humillación de desnudar a Corea del Norte como una de las peores selecciones del Mundial, contrariando el deseo de cualquier dictador de terminar enaltecido por el fútbol.
La FIFA, que no permite que los gobiernos se metan en el fútbol, creyó la versión que entregó en agosto de 2010 el régimen, que explicó que no eran ciertas las informaciones sobre el maltrato al derrotado equipo, por lo que cesó una investigación en su contra.
La última intervención de la dictadura de la familia Kim en su Selección fue hace menos de dos años, cuando Corea del Norte decidió retirarse de las eliminatorias del mundial de Qatar porque, para prevenir el contagio del covid-19, todos los partidos se iban a jugar en Corea del Sur, el país con el que oficialmente no ha finalizado la guerra.
Qatar, la paradoja de la visibilidad
Qatar es una dictadura religiosa, en la que se restringen las libertades, no hay partidos políticos y mucho menos elecciones. El emir, un heredero de la dinastía gobernante, es quien elige al primer ministro y a la mayoría de los miembros de un parlamento de papel. Ese líder, Tamim bin Hamad Al Thani, fue determinante para que la FIFA les concediera la organización del Mundial 2022.
La prensa francesa ha documentado un almuerzo en el que participaron Al Thani y el presidente Nicolas Sarkozy en noviembre de 2010, a solo nueve días de que la FIFA votara para elegir al organizador de su máximo evento en 2022. Un tercer invitado tuvo esa comida, el excapitán de la selección gala y presidente de la Uefa de la época, Michel Platini, quien salió convencido de quitarle el voto a Estados Unidos y dárselo a Qatar.
El apoyo francés, que arrastraba a otros europeos, significaba un canje en favor de Francia, que implicaba la compra del Paris Saint Germain, el equipo del que Sarkozy era hincha y que estaba en crisis económica. Sin embargo, la transacción entre franceses y qataríes también habría incluido la venta de millones de euros en material militar, según denunciaron recientemente medios públicos en Francia.
A las puertas de que se realice el Mundial en Qatar, es toda una paradoja que el anhelado evento que compró el emir se haya convertido también en una forma de hacer visibles los abusos laborales contra miles de obreros migrantes que murieron construyendo los estadios y contra mujeres que son víctimas de la estricta ley islámica que se impone en el país.