Nadie lo sabe, pero al bueno de Wilhelm Kopf le gusta tomarse fotos.
Todos los días, de 8 a 4, de lunes a viernes, Wilhelm es un empleado modelo en la oficina Radlsteg del Banco Crédit Suisse en Numberg. Es muy eficiente, es muy serio. No habla. No sale con sus compañeros, nadie le ha visto amigos, rara vez les sonríe a sus vecinos en el elegante barrio de Marienstrasse. Vive en un apartamento heredado de su mamá, perfectamente ordenado y limpio y en el que brilla una colección de enanos de porcelana en miniatura.
Pero al bueno de Wilhelm le gusta tomarse fotos. Lo hace siempre completamente solo, en lugares alejados, montando una escena. Con pantalón tirolés y seguido de un rebaño de ovejas. Vestido de mecánico, arreglando las vías de un tren. Vestido de leñador, con hacha y una pila de troncos. Los mejores retratos cubren las paredes de una cómoda salita bajo llave, en la que cada noche Wilhelm pasa por lo menos media hora.
Un día de primavera, después de almuerzo, está tomándose un café en el restaurante Glockenspiel, como todos los otros días, cuando una mujer se acerca a su mesa. Es muy rubia, alta, tiene un ojo estrábico que mira a la lejanía. Lo saluda, lo llama por su nombre. Se sienta, le dice que lo conoce del barrio. Que ella trabaja en la tienda de revistas. El bueno de Wilhelm lo sabe muy bien. Tiembla. Con una gran sonrisa y mirando la mesa ella le confiesa que siempre ha querido hablarle. Hablan. Hay silencios largos, Wilhelm balbucea sus réplicas. Al final del almuerzo ella se despide con un beso en la mejilla.
Pocos días después se vuelven a ver. El bueno de Wilhelm consigue sonreír, consigue hacer un par de preguntas. Así se encuentran varias veces, siempre en el mismo sitio y a la misma hora. Wilhelm sonríe cada vez más. Pronto se toman de las manos. Caminan juntos por el parque. Una tarde ella lo espera después del trabajo, lo acompaña al apartamento y se queda hasta el día siguiente. Wilhelm se siente vivo por fin. Ella se queda.
Pasadas cinco semanas, en un arrojo del amor, Wilhelm le habla de sus retratos. Se corrige diciendo que es arte, que aspira a exponerlos. Se los muestra. A ella parecen divertirle. Desde ese día le ayuda, propone escenarios, instala los trípodes, carga la cámara. Pasados cuatro meses, por insistencia de ella, se casan en un juzgado, y pocos días después él decide que ya no quiere hacer más retratos. Cuando se lo cuenta a ella deciden que harán el último, el único en el que ella aparecerá.
Él jugará el rol de un cazador cazado. Estará tendido, con un cepo en la pierna, con una escopeta caída al lado. Ella estará de pie, entre los árboles, sonriente, con otra escopeta levantada. Compran dos perros disecados y sangre de utilería. Ella insiste en caminar hasta lo más profundo del bosque. Cuando llegan él se acuesta en la nieve, ella acomoda los perros disecados, riega la sangre artificial. Está a punto de poner el cepo cuando el bueno de Wilhelm sufre el ataque de todos sus pánicos reunidos.
Piensa en su apartamento en el elegante barrio de Marienstrasse. En los valiosos enanos de su madre. En sus ahorros. Mira a esa mujer que ha aparecido de la nada. Recuerda los primeros encuentros. Debió haberlo sabido desde el principio, se dice: él no es el hombre que una mujer así escogería. Entiende (cree entender). El cepo para osos que ella está a punto de ponerle es real. Tendrá una muerte lenta y dolorosa. Nadie oirá sus gritos. Ella se quedará con todo lo suyo. Paralizado del miedo espera el mordisco mecánico. Cierra los ojos.
*
Viéndolo tan pálido, con esa mueca terrible, ella se ríe. “Un verdadero actor, eso es lo que eres”, le dice antes de plantarle un beso en la boca, antes de cerrar la trampa de utilería sobre la pierna y de cubrir las huellas con nieve. Mira por el lente con el ojo sano. Toma un último retrato solitario. Después prepara el cronómetro de la cámara, levanta la escopeta y se mete en la escena.