Wilmar Quinto decidió huir de los militares cuando no llevaba ni siquiera un mes con ellos. Su decepción se repitió después con el presidente Duque a quien le regaló un retrato, de lo cual se arrepintió.
Una pantera negra pisando dos fusiles cruzados es la insignia de algunos de los batallones de selva del Ejército, entre ellos el 54 que está ubicado en el caserío de Llano Rico en el Bajo Atrato chocoano. La habitual lluvia que adorna la cotidianidad en este olvidado rincón de Colombia pronto se convierte en una tormenta eléctrica que solo debería asustar a quienes estén en aguas del Golfo de Urabá a 66 kilómetros de distancia. Pero esa noche habrá dos temerosos en tierra.
Esta es una de las tantas bases militares que se establecieron, en las últimas dos décadas, en las regiones de mayor conflicto del país para combatir guerrillas o bandas criminales, y aunque la versión oficial da cuenta de que se instalaron por petición de los ciudadanos, líderes sociales de estos lugares argumentan todo lo contrario: que fueron impuestas contra su voluntad.
Allí está de guardia el bisoño Wilmar Quinto, un joven de Apartadó que acaba de cumplir la mayoría de edad y está prestando servicio militar hace pocas semanas. Desprevenido por la lluvia y los relámpagos poco recuerda la instrucción que le habían dado para cuando empezaran a caer rayos y centellas y por eso casi lo parte uno. Encomendarse a “Santa Bárbara bendita” es la única respuesta que tienen religiosos y también supersticiosos ante ese fenómeno natural con el que no pueden hacer nada más que rezar; pero el joven y su compañero vigía durante esa noche sí que podían: solo tenían que permanecer alejados de una antena de comunicaciones que hay en la base para comunicarse con el batallón y evitar que la boca de fuego de sus fusiles mirara al cielo.
En números sencillos, un rayo puede tener hasta 100 millones de voltios y se estima que el cuerpo humano tiene resistencia máxima de solo 250 voltios antes de que ocurra un paro respiratorio que sea letal, aunque claro que hay quienes sobreviven a estas descargas caídas del cielo. Cuando la tormenta de esa noche se hizo tan intensa, los destellos que alumbraban el cielo se vieron cada vez más cerca, pero Quinto no se percató de las recomendaciones; sin ningún problema se mantuvo al lado de la antena mientras los fusiles de ambos que atraían los relámpagos, seguían con la vista hacia la tormenta. Hasta que ¡zap! La chispa llegó hasta ellos.
“Brinqué y el corazón se me aceleró”, cuenta entre risas el distraído Wilmar. De eso ya han pasado ocho años y por fortuna fue lo más cerca que estuvo de la muerte en un oficio donde esa posibilidad ronda de forma recurrente y no precisamente por fenómenos naturales.
Una mañana mientras estaba pintando un dibujo frente a su casa, un grupo de militares pasó prometiendo el oro y el moro, allá, en esa región del Urabá donde escasean las oportunidades y abundan las necesidades. Wilmar no había terminado el bachillerato pero desde los siete años lo único que tenía claro era que quería ser artista y pintar lo que fuera para ganarse la vida. Los soldados, que tenían la misión de reclutar jóvenes, le aseguraron a él que si hacía parte de la tropa podría graduarse e incluso acceder a una carrera profesional para lograr su sueño. Cuando su pensamiento se traslada a ese día, se desaparece la blanca dentadura y con ella su recurrente sonrisa, el ceño se frunce y su mirada se pierde; no puede ocultar pensar que se lo llevaron con un engaño y que le llenaron la cabeza de mentiras, por decir lo menos.
Doña Marleny Chaverra, su mamá, cree que no es una buena idea verlo vestido de botas y camuflado; esa imagen es perturbadora para cualquier padre de familia que tenga tres dedos de frente y sabe lo que puede pasar, por lo que ella le hizo saber su inconformidad entre lágrimas. La angustia que sintió ella es probablemente la de la mayoría de otras 20 mil madres colombianas cada año, quienes ven partir a sus hijos hacia las Fuerzas Militares de un país que no consigue terminar la guerra, ni intensificándola ni firmando la paz. Y para colmo de males, de acuerdo a cifras proporcionadas por el Ministerio de Defensa, se estima que por lo menos 1.300 jóvenes murieron en casi treinta años mientras estaban prestando un servicio militar obligatorio, que de acuerdo a la percepción común de los colombianos, termina siéndolo en realidad para los más pobres.
Ante los habituales miedos de jóvenes y sus padres, el Ejército intenta persuadir para su reclutamiento ofreciendo el enlistamiento como una gran oportunidad. En su página web expone las ventajas que tienen los que deciden unirse a sus filas, como la estadía y la alimentación, una bonificación mensual de 300 mil pesos, descuentos de hasta el 30% en la carrera militar para ser oficial o suboficial y la entrega de la libreta militar, que gracias a una nueva ley ya no es requisito para que los jóvenes recién graduados puedan tener un trabajo. Por supuesto no se habla de los riesgos físicos y sicológicos que genera irse a un batallón o al monte.
Al que está aburrido dentro de las Fuerzas Armadas se le nota y en el caso de Wilmar Andrés era evidente el desgano a pocos días de haber desobedecido a mamá y ponerse el uniforme. Y no es que deba ser muy grande la cantidad de los muchachos que sientan que estar en la milicia sea llegar al paraíso, pero su actitud en particular llevó a que un teniente se la tuviera “montada”, como dice él sin muchos rodeos. Quinto, como era conocido en las filas, no se aguantó ni un mes esa rutina y empezó a pensar si era posible escaparse de la base. En todo caso, no había cumplido el tiempo necesario para jurar bandera, un acto simbólico que le podría generar más dolores de cabeza si decidía colgar las botas.
Wilmar le apostó a su tercer intento de escape durante una fría madrugada, a la hora en que debían levantarse de sus camarotes. Faltaba poco para las 4 de la mañana y pensaba en la falta que le estaba haciendo su casa así estuviera a pocos kilómetros de allí, además se le había metido en la cabeza el gusanito del engaño, no creía que siendo soldado fuera a convertirse en artista como le habían prometido. Guzmán, su compañero, el fracasado estratega de los anteriores planes de huída, ya tenía claro cómo esta vez sí iba a resultar exitosa la salida no autorizada de la guarnición.
Antes de que los llamaran a formar, los dos se separaron del grupo e iniciaron la ruta hacia la libertad del mundo militar. No fueron al baño, no comieron, solo hicieron lo justo y necesario para pasar desapercibidos. Llevaban ropa deportiva y unos tenis marca Venus que les habían entregado como dotación cuando entraron al batallón, mientras caminaban con sigilo querían estar seguros de que iban a poder comer natilla y buñuelo en casa. Era diciembre, ese mes en el que particularmente la falta del calor de hogar aumenta cada minuto.
Quinto y Guzmán llegaron al muro donde termina el batallón, el límite entre la disciplina castrense y la libertad del desertor. Si lograban escapar se sumarían a los 690 mil jóvenes remisos que aún no habían definido su situación militar en Colombia para entonces y se convertirían en temerosos de que en cualquier retén les pidieran la libreta, no la mostraran y se los llevaran de nuevo en una de esas redadas que son inconstitucionales pero que, no es un secreto, siguen ocurriendo. Al final del muro había alambres de púas y seguramente estaba electrificado, o por lo menos eso sospechaba Wilmar, quien no quería tener otra experiencia con la electricidad, así que la ruta de escape era por debajo.
“El pelao se sabía toda la jugada. Levantamos una malla que tocaba el piso y nos metimos por debajo”, cuenta con mucho detalle. Aún tiene en su mente que tuvieron que pasar por un canal de agua sucia, que rodebada la base, antes de llegar al otro lado. En menos de una hora ya estaba de nuevo con un lápiz y un papel ansioso por volver a dibujar y pintar desde casa.
La dicha duró poco porque los militares no se quedaron quietos y lo hicieron volver, le metieron miedo, admite Wilmar, quien sin embargo tuvo el privilegio de que lo dejaran pasar Navidad con la familia. Regresó en enero. “A mí nunca me ha gustado la guerra, el mejor camino de la vida es el arte y hacer deporte, ahí uno comienza a construir la paz”, cuenta con poca resignación sobre su regreso a regañadientes a la milicia. “¿Uno qué hace con un arma? Solo genera más violencia así esté en el Ejército o un grupo ilegal”, se pregunta y se responde.
De nuevo en el batallón, Wilmar tuvo que aguantar algunos castigos y unas condiciones nada especiales por haberse volado, entre ellas cargar armamento más pesado que el de sus compañeros, pero aunque fuera así no se le borraba su vena artística. “Yo andaba con una libretica pintando en mis tiempos libres. Extañaba poder hacerlo”, aunque se lamenta porque esa colección se echó a perder luego de que se le mojara en la casa por una gotera de su techo de zinc que justo cayó sobre ese valioso papel. “Practicaba con los retratos de mis compañeros, ellos tomaron fotos con los dibujos que les hacía”.
Pasaron 22 meses y terminó su servicio militar sin que Wilmar se volviera a escapar, con la ventaja de poder ver a su mamá cada fin de semana y con la fortuna adicional de que nunca sufrió heridos en un hostigamiento de guerrilleros o miembros del Clan del Golfo a pesar de haber estado en 14 combates, pero con la promesa incumplida de que terminaría sus estudios y se convertiría en artista. Eso no pasó, pero él siguió dibujándoles a los otros, incluso al presidente.
Fue el presidente, pero de la junta de acción comunal, quien le contó un día de enero de 2020 que en una semana llegaría Iván Duque a su barrio de Apartadó y por eso un amigo suyo le propuso hacerle un retrato para regalárselo ese día como un gesto de agradecimiento por visitar el lugar. Con mucha ilusión, Wilmar se concentró durante cinco días a trabajar con sus lápices 8B, que se consiguen en 2 mil pesos, sobre un papel durex de 1 metro de largo por 70 centímetros de ancho, que puede estar costando 4 mil pesos y en el que iba a quedar el dibujo.
Esbozo de sonrisa, mano izquierda con el anillo matrimonial encima de la derecha con un reloj y detrás un pedazo de la bandera tricolor izada en un salón de la Casa de Nariño, enmarcaban el retrato que estuvo listo y enrollado en un tubo para correr a mostrárselo a Duque. Cuando llegó al sitio donde estaba el presidente, su esquema de seguridad lo miró con sospecha; no entendían muy bien cuál era su afán por ver al mandatario y más prevención generaba que llevara un objeto que bien podría ser un arma o una bomba.
“Wow”. Fue la expresión corta pero contundente del encargado de seguridad de Duque cuando Wilmar desarmó sus prevenciones al mostrarle el retrato presidencial. Fue su puerta de entrada para estar más cerca de él y entregarle el esperado regalo. El exsoldado convertido en artista cuenta que el presidente desplegó de inmediato el retrato, sonrió, le dio las gracias y acompañó el acto de la promesa de “te voy a ayudar”. El quería que esa ayuda fuera poder estudiar Bellas Artes.
El acto terminó, el presidente bajó de la tarima y el joven ya no pudo acceder a él, otro escolta no se lo permitió. Pasaron los días y fue de uno a otro lado en las secretarías de educación de la región para que le cumplieran, pero de nada sirvió la fugaz palabra presidencial. “Quedé decepcionado y aburrido de haberle regalado ese dibujo”, recuerda ahora. “Pero no es por la falta de ayuda, yo no estaba buscando plata, ni carro, ni vivienda. Fue que después conocí lo que él hacía y quedé decepcionado”, explica desde su casa de Apartadó reiterando lo que sentía en su momento cuando empezó a ver abusos del Gobierno a los jóvenes.
Desilusionado del Ejército que no le dio estudio y del presidente que solo se tomó la foto con su retrato, Wilmar Andrés Quinto encontró refugio en las redes sociales, especialmente Facebook donde hoy tiene 28 mil seguidores y ha empezado a vender sus obras. Cuando empezó a sacarles provecho económico, vendió una por solo 15 mi pesos, hoy se ríe de haber regalado su trabajo porque ya hay algunos cuadros que pinta y logra vender por 800 mil pesos.
Estos días han sido como una montaña rusa, pues mientras con emoción bautizaba como ‘WilmArt’ el emprendimiento artístico, al mismo tiempo vio una noticia que resultó falsa. Decía que Colombia iba a mandar tropas a apoyar en la guerra de Ucrania. Se puso frío, vio que en su libreta militar decía que él estaría como de “primera línea” hasta 2025 y temió que su pesadilla reviviera, que tuviera que cambiar su lápiz por un fusil. Él prefiere escaparse de esa realidad.