Viernes, 7 p.m.
El sol doliente y pesaroso que minutos antes iluminaba al barrio Santa Fe ha sido vencido por la luz chillona del neón. La oscuridad termina de espantar a los seres que aún hacen vida cotidiana en el Santa Fe y el cemento resquebrajado de los andenes empieza a soportar los pasos apresurados de los hombres que llegan en tumulto al barrio. Hay de todo, oficinistas despistados, comerciantes exitosos y estudiantes empobrecidos. Caminan ansiosos por tomar cerveza, ahogarse en música tropical, embobarse con la visión fugaz de las chicas desnudas que bailan en las tarimas de los locales o, si el bolsillo aguanta y la noche no les juega una mala pasada, terminar el viernes chapaleando en los brazos de alguna mujer provinciana que cobrará por hacer sonreír para ellos, no solo sus labios, sino la calidez y suavidad de su cuerpo.
A esta hora, la actividad del barrio Santa Fe, única zona de tolerancia de la ciudad, es frenética. Los taxis no dan abasto trayendo clientes y prostitutas, la Policía se apura por hacer sentir su presencia en las calles, el Ejército aparece de imprevisto para hacer una batida, los porteros de los burdeles se frotan la manos con esperanza, las vendedoras de arepas, pinchos y chorizos encienden el fuego en los pequeños asadores que acomodan a la entrada de las tiendas y Juan Pablo Lozano, un moreno grueso y bien vestido, conocido como 'El Zar de las Putas', corre por todo el negocio que administra para asegurar que la noche satisfaga a los clientes de La Piscina, el burdel-discoteca más grande y exitoso de la zona.
Las cifras confirman que la agitación del barrio es productiva. Tan solo en La Piscina trabajan noventa mujeres, dieciocho guardias de seguridad, veintidós meseros, ocho aseadoras, cuatro camareras, dos manicuristas, cuatro peluqueros, cuatro cajeros, catorce taxistas, un médico, un masajista y un abogado. Instalado sobre los escombros de un viejo hotel que ocupaba media manzana de la calle 24 con Avenida Caracas, La Piscina tiene servicio de peluquería, un restaurante, decenas de habitaciones para que hombres y mujeres den rienda suelta al deseo, unas cuantas suites y un piso entero con habitaciones bien amobladas para que las chicas, en su mayoría provenientes de otras regiones del país, se instalen y vivan cómodamente. La Piscina ofrece todo lo necesario para el amor, incluso servicio de viagra para aquellos clientes que no logran cumplir ni siquiera en el sexo de pago.
Pero La Piscina es tan solo un ejemplo de la febril actividad del Santa Fe. Entre la Avenida Caracas y la carrera 17 y las calles 19 y 24, la actividad sexual de una noche de viernes es casi infinita. En la Caracas, junto a la calle 20 hay una whiskería llamada El Delfín, un lugar barato donde va a retozar buena parte de los vendedores ambulantes y rebuscadores que pueblan cada día el centro de Bogotá. En las calles 19 y 20 están instalados los travestis, quienes caminan las aceras como si fueran las pasarelas de un reinado callejero y con su presencia perturbadora han convertido estas dos manzanas del Santa Fe en un centro comercial travesti. Allí es fácil encontrar lugares para tomar cerveza y negociar con estos imitadores de mujeres, hay pequeños hostales para probar el temido polvo de doble verga y hay, incluso, un edificio de cinco pisos que
tiene los más variados usos y que sirve como refugio integral a quienes desean conocer los placeres y los chismes y los secretos del sexo homosexual.
Un poco más al norte, en la calle 22, queda la zona de alimentación. Allí está La Surtidora de Aves, el asadero de pollos más famoso de Bogotá, hay también otro asadero que intenta vivir de la fama de la surtidora y, junto a dos cigarrerías bien surtidas y a un restaurante andrajoso y sin bautizar, queda El Sabroso Chino, el infaltable restaurante de comida oriental que debe tener cualquier barrio de prostitutas de este planeta. Hay, incluso, una bomba de gasolina de la Mobil y un montallantas que nunca cierra, porque el sexo también necesita transporte y sufre pequeños percances automovilísticos.
Salvo para profesionales de la gimnasia, el sexo es imposible sin la ayuda de una buena cama, así que de la zona de alimentación pasamos a la zona de hotelería. En las calles del Santa Fe hay innumerables moteles. Son unos sórdidos cajones de concreto y ladrillo que han desplazado a las aristocráticas casas republicanas que antes conformaban el barrio. A esta hora, las puertas de estos moteles y las puertas de los magníficos parqueaderos que poseen los moteles rebosan de chicas que intentan trabajar por libre y que ofrecen sus servicios con guiños de ojos, muecas y llamados que intimidan, incluso, al más atrevido de los hombres.
En la calle 23, dos cuadras abajo de La Piscina, queda Atunes, el local que inició el esplendor del comercio sexual del barrio Santa Fe. Atunes está a rebosar de chicas y clientes, tanto que muchos hombres prefieren salir y dirigirse a alguno de los hijos bastardos que ha engendrado el éxito de Atunes. Tamaguchi, Átomos, Juno y La Casona también disfrutan de la algarabía y el movimiento de esta noche de viernes y ayudan a que el visitante no se sienta en la fría y recatada Bogotá, sino en la agitada noche de algún pueblo de tierra caliente en días de fiesta.
Mientras en la calle la agitación crece y se desborda, en La Piscina, los tres salones que conforman el burdel están a reventar. En el primer salón, donde los meseros instalan a quienes no tienen más que para consumir una cerveza, un montón de muchachitos pasa saliva viendo ir y venir a las mujeres. En el segundo salón, las mesas están llenas de botellas y vasos con hielo y quienes han pagado por el licor no solo catan el trago, sino a las chicas que les han asignado como compañía. En el tercer salón está la piscina que da nombre al lugar. Es una alberca rectangular, atravesada por un puente que sirve para que las chicas se desnuden. A un extremo del salón hay un escenario donde una orquesta toca música salsa y en el poco espacio que deja libre la piscina están dispuestas algunas mesas. Alrededor de estas mesas, los clientes privilegiados extravían la mirada en los cuerpos de las mujeres semidesnudas que los acompañan o en las luces de colores que juguetean en el agua de la piscina.
Llega la hora del espectáculo programado para la medianoche. Un animador que ha estado burlándose un buen rato del público anuncia el show y por la misma puerta que conduce a las habitaciones aparece una hilera de hombres y mujeres semidesnudos. La música cambia de tropical a house, las baterías resuenan contra la acústica de yeso y cartón piedra del local, el público se agolpa para ver mejor y los veinticuatro estripers empiezan a contonear los cuerpos alrededor de aquella piscina donde ahora, además de las luces, se reflejan los movimientos desaforados de los bailarines. El show encanta a la concurrencia, las chicas gritan como si fueran clientes y hubieran pagado la entrada y los hombres tratan de encontrar entre las bailarinas una que satisfaga por completo el ocio y el deseo de la mirada.
Pronto el ambiente es circense, la gente sonríe complacida, las chicas se montan encima de cuanto cliente tenga cara de asustado y restriegan sus cuerpos contra el pobre ingenuo, mientras la gente aplaude a rabiar. El animador anuncia que la primera parte del show ha terminado y los espectadores toma un respiro, porque en los burdeles, a diferencia de las películas americanas, las segundas partes siempre son mejores que las primeras. El respiro se llena con nuevas botellas de licor, con comentarios soeces y hasta con algún baile improvisado. De pronto, el animador vuelve a la carga y anuncia, ahora sí, el momento del desnudo total y colectivo. Los protagonistas del show vuelven a la pista y con los primeros compases de la música se empiezan a despojar de las minúsculas ropas que aún llevan encima.
Ya nadie sabe a qué lugar mirar. ¿Qué es mejor?, ver a la flaca linda que intenta masturbarse contra un tubo que sirve de pasamanos al puente de la piscina o ver a la chica que asalta con toda su desnudez a un hombre de gafas que no sabe bien si tocarla o salir corriendo. 'El Zar' tiene razón, hay que divertir también a las mujeres, así que los doce bailarines empiezan a frotar sus vergas con aceite mentolado y ya no solo son unos hombres guapos y musculosos, sino que son unos animales bien dotados que alcanzan a asombrar incluso a unas mujeres que ya no deberían asombrase de nada. Las chicas gritan, los bailarines forman parejas y simulan la copula, los clientes beben para poder aguantar el espectáculo y entre la música, los gritos y las simulaciones todo el local disfruta de un prolongado orgasmo visual.
Tanta agitación y felicidad solo se puede superar volviendo a la calle. Mientras en La Piscina la fiesta llega al esplendor, en las afueras la fiesta está terminando. En la 19, los travestis esplendorosos del comienzo de la noche empiezan a ser reemplazados por unos seres tristes y con gestos de clown, los vendedores de bazuco se camuflan en los portales de edificios siniestros y el esplendor de la noche empieza a ser reemplazado por una oscuridad densa, que más que placer transmite miedo.
A esta hora, la Policía parece más nerviosa. Atunes, Tamaguchi, Juno y La Casona, que ya llevan más de catorce horas trabajando, empiezan a cerrar. Las últimas chicas bailan solas en la pista y se ven grupos de hombres superados por la noche y porteros ansiosos por partir hacia otros lugares. Los taxistas recogen clientes que después del polvo de pago ya no tienen fuerzas para dar un paso más y los borrachos empiezan a buscar el camino de sus casas, el único lugar donde los reciben sin el dinero que han dejado en el barrio.
En La Piscina, el show ha rendido sus frutos. Junto a la puerta que conduce a las habitaciones, las parejas hacen fila porque el turno es largo. El local sigue vivo, pero la euforia ha pasado. El ambiente de fiesta que precedía al show se ha convertido en un ambiente nostálgico, donde el dinero camufla la pasión y donde es fácil ver la ansiedad de hombres y mujeres por poner el inevitable broche biológico a la noche. 'El Zar' está más tranquilo, se sienta en la mesa de algunos clientes, sonríe e incluso se hace acompañar de una hermosa niña a quien presenta como su novia.
Hacia las 2:00 a.am., los meseros empiezan a echar a los clientes y las mujeres empiezan a vestirse y a pasear como secretarias trasnochadas entre los clientes cansados. Es el final de la fiesta. En las habitaciones, los últimos gemidos de placer inventado se deshacen y parecen irse hacia las calles de un barrio que empieza a estar desierto. Vamos, vamos, gritan al unísono guardias y meseros mientras la gente se levanta, pero no se afana por irse. Nadie quiere irse del paraíso a las carreras. Los más afortunados han conseguido cuadrar una amanecida y se abrazan a las chicas. Los otros salen con tristeza o revisan los bolsillos a ver si tienen dinero para rematar en algún amanecedero de la ciudad.
La noche se convierte en madrugada y con el cierre de La Piscina, la soledad se toma las calles del barrio Santa Fe. En la Avenida Caracas dos grupos de hombres se enfrentan a cuchillo mientras unos policías tratan de separarlos sin convertirse en víctimas de la gresca. Se ven más patrullas o se notan más por la soledad, pero ni los borrachos atracados ni las huellas de sangre fresca que empieza a quedar regada en los andenes del barrio más violento de Bogotá asustan a los vendedores de bazuco, que siguen agazapados en los portales. En la calle 22 ya no hay asaderos ni restaurantes abiertos, en la estación de gasolina algún trasnochado tanquea y en el montallantas dos taxistas y tres chicas esperan que les despinchen una llanta.
Como un último adiós, los administradores de los negocios apagan los letreros de neón y la calle se convierte en jungla. Aún quedan un par de horas para el amanecer y es mejor pasarlas en alguno de los hoteles improvisados de la zona. Por la ventana es fácil seguir el paso de las patrullas y oír los gritos y las lamentaciones que dejan escapar ladrones y atracados. Por la calle solo pasa algún comprador desesperado de droga o algún borracho que confundió el sexo de pago con el amor. La Policía sigue rondando, viene y va, pero sus movimientos no parecen tan honestos ni decididos como los que hacían a primera hora de la noche.
Un par de horas después, cuando ya han cruzado las calles del barrio varias ambulancias, la primera luz del amanecer rompe la noche. El olor de humo y la fragancia muerta de tantos deseos mal satisfechos se pueden rastrear todavía en las calles, mientras el primer TransMilenio hace su aparición roja y consigue que la ciudad, por fin, se desperece. El barrio ya no tiene nada que ver con el barrio agitado y tempestuoso de la noche anterior. Las calles relucen por la luz a pesar de la basura que las acosa, una mujer barre la entrada de una tienda, un mendigo camina por la Avenida Caracas y una chica asustada corre para alcanzar el TransMilenio y conseguir llegar a tiempo al trabajo.
Sábado, 9 a.m.
La mañana aparece en todo su esplendor, los taxistas llevan y traen gente con ansias de trabajar y es como si el sol borrara tanta ansiedad nocturna. Los avisos del comercio y las tiendas toman vida y el transeúnte en lugar de pensar en comprar a una mujer se da cuenta de que en el Santa Fe puede encontrar el repuesto que le hace falta para el carro averiado o el centro de comunicaciones que buscaba para llamar a algún familiar lejano. La noche ha muerto y de ella sólo quedan rezagos en el sueño tranquilo de las mujeres que duermen en el cuarto piso de La Piscina o en los ronquidos dispersos y lejanos de los hombres desplumados que duermen en alguno de los cientos de barrios de la ciudad. No queda más que ser paciente y dejar que Bogotá trabaje otras doce horas a ver si, al final del día, regresan al Santa Fe más hombres con dinero suficiente para disfrutar de la algarabía y los placeres de la siguiente noche.