La historia de cómo le cambió la percepción sobre la interrupción voluntaria del embarazo a una mujer cuando supo que su mamá iba a abortar el tercer hijo que venía en camino y terminó hospitalizada.
Por: Luz Lancheros
Siendo aún más joven, en mi misoginia como fachada intelectual, yo era de las que solía juzgar al resto de las mujeres. Las juzgaba por ser madres solteras, pero también por abortar, como me lo enseñó mi nefasta educación católica en un colegio de monjas. Me sentía moralmente superior por no ser como ellas. Pero, generalmente, la realidad choca con la educación que nos dan: cuando a mis 20 años supe por mi mamá que ella tuvo que realizarse un aborto clandestino (así como otras mujeres muy queridas) y que por eso terminó en urgencias, toda esa odiosa fachada de antipatía y falta de humanidad se me fue al piso.
Éramos muy pequeños en aquel entonces. Ya era difícil con dos hijos, cómo podría ser con tres. No me podría imaginar lo que pasó por su cabeza. No me podría imaginar su desesperación. No me podría imaginar todo lo que tuvo que hacer, cómo tomar la decisión, odiarse por ello por años, y casi morirse, para terminar en un hospital. No me imagino lo que pudo pasar. Y esa historia de horror no bastó, porque la volví a oír una y otra vez en reuniones sociales sucedáneas. Me encontraba con estas mujeres, como si nada, y me contaban que casi murieron por abortar, así no más. Que sangraron hasta no dar más. Que lo hicieron porque no tenían información, ni métodos, ni apoyo, peor aún siendo madres solteras y ya lo suficientemente castigadas y juzgadas desde su veintena o adolescencia por tener hijos.
Pensé en el señalamiento. Pensé en qué dirían sus padres, parejas, hermanos. Pensé en una sucesión de momentos horribles dentro de su cabeza. Pensé en los reproches, donde, claro, ellas tendrían la culpa por “tontas”, por “dejarse embarazar”, como si las mujeres concibiéramos mágicamente. Pensé en cómo tendrían que enfrentar todos esos rostros de desprecio, esos gestos de decepción, las cuentas que no cuadraban, la incertidumbre de una maternidad que no generaba alegría alguna. Pensé también en esa decisión de no querer un hijo que no sería querido, que no sería deseado, al que se tendría que amar, porque en esta cultura asfixiante las maternidades también deben ser perfectas, las madres siempre deben estar felices: “eres madre, alégrate, es lo mejor que te podrá pasar en tu vida como mujer”. Sabemos que no siempre es así.
Pero sobre todo, pensé en la soledad. En la infinita soledad que debieron sentir, en ese desamparo que recorre los huesos y que no cubren abrazos propios o ajenos. En la soledad para tomarse esas pastillas de quién sabe dónde, o para ir a lugares escabrosos con personas que también las maltratarían por hacer lo que estaban haciendo. La soledad al ver sus cuerpos adoloridos y sangrando sin poder llamar a alguien que les dijera que todo iba a estar bien. Que al menos les pasara un vaso de agua. Que tomara su mano.
¿Cómo lidiaron con ese autodesprecio a solas, con ese cuerpo supurante, infectado y adolorido, con esos malos tratos o insultos que probablemente les dijeron mientras las mutilaron? ¿Cómo lidiar consigo mismas? ¿Con la vida propia que se escapaba a medida que el sangrado aumentaba? ¿Cómo entrar a urgencias para recibir más gestos humillantes al dar explicaciones? Y, sobre todo, ¿cómo enfrentar a quienes, por fin, vinieron por ellas, para enterarse de una agonía que tuvieron que vivir por meses y días en el silencio absoluto?
El silencio, sí, al que se protegió más que la propia existencia. El silencio que casi las mata, porque es preferible estar muerta antes que ser juzgada. Con ellas mismas han tenido para el resto de la vida.
Algunas de ellas jamás pudieron perdonarse. Jamás han podido. Mi mamá, por lo menos, tuvo que recurrir a Dios para hacerlo y creo que se fue sin poder hacerlo del todo. Escribo esto pensando en esa mujer que tuvo que dejar a dos hijos pequeños con otros para casi morirse luego de morirse de miedo. Y por todas las demás, cercanas y lejanas, que han pasado por lo mismo. Por ellas, y solo ellas, al imaginar su terror, la historia de ese pozo sin fondo, de ese lugar peor que la muerte, es que me puse el pañuelo verde. Por ellas es que pienso en que la maternidad será deseada o no será. Y que siempre habrá otra mujer que pueda dar guía, acompañamiento y sobre todo, una mirada compasiva hacia otra que no quiera ser madre. Porque esto no es un “deporte”, como dicen los bárbaros: es una decisión que muele hasta los huesos, que arrolla el alma y deja huellas indelebles en la vida. Y por todas aquellas que alguna vez fueron halladas en una cama de hospital luego de intentarlo y casi morir, es que muchas marchamos, escribimos y apoyamos esta causa.
Porque matar una parte de uno mismo no se lo deseo a nadie.