16 de diciembre de 2015
Zona crónica
12 días internado en un curso de meditación
¿Cómo es un curso intensivo de meditación para poner la mente en blanco? Adolfo Zableh se internó en uno durante 12 días, desconectado por completo del mundo exterior, y aquí cuenta cómo le fue.
Por: por Adolfo Zableh Durán / FOTOGRAFÍAS ALEJANDRA QUINTEROUna de las primeras cosas que aprendí es que no soy capaz de estar más de 15 minutos sentado en flor de loto, esa posición que consiste en cruzar las piernas y mantener la espalda recta. Y no fue poca cosa; en un retiro que resultó estar repleto de revelaciones, ser consciente de las limitaciones físicas no es un descubrimiento menor.?Pero no es el cuerpo lo que se viene a enfrentar, aunque el cuerpo sufra. Es el alma, la mente, el espíritu, la esencia —como quiera usted llamarlo— lo que recibe terapia de choque en una experiencia de estas. De hecho, lo difícil no es dejar la casa, mezclarse con 120 desconocidos, compartir el cuarto y el baño, comer vegetariano, despertarse todos los días a las 4:00 de la mañana, meditar durante once horas diarias sobre un cojín en el suelo, aislarse del mundo, tratar de aquietar la cabeza o guardar silencio durante doce días; lo realmente complicado del retiro es verse a uno mismo, encontrar respuestas y lidiar con ellas.
Día 1. Sábado
La gente empieza a llegar a eso de la 1:00 de la tarde a la vereda Las Mercedes, cerca de Sasaima, Cundinamarca. El sitio designado es un centro de retiros para unas 150 personas con toda la infraestructura necesaria, incluido un gran salón para meditar. Hasta allí llegamos más de 120 personas: 40 hombres y 80 mujeres, además de unos cinco instructores. Todos nos inscribimos vía internet un par de meses antes y, según me enteraré después, fueron más de 300 los aspirantes. La técnica que aprenderemos durante los próximos días se llama Vipassana, una costumbre milenaria de meditación, creada en India por el Buda Gautama, que estuvo perdida durante varios siglos.
De entrada me piden dejar el celular y la billetera en un recipiente, envolverlos en cinta y marcarlos, con la promesa de recibirlos de vuelta al final del curso. Y me cuesta dejarlos, no solo por el miedo a perderlos, sino porque somos (soy) adictos al teléfono y en la billetera guardamos el dinero, que adoramos, y la cédula, que reafirma nuestra identidad. Puro apego, y de eso es de lo que trata este curso: de aprender que el apego es la fuente de la desdicha humana.
Todo el que participa en el retiro ha prometido abstenerse de tener relaciones sexuales, mentir, tomar, fumar, meter, robar, comer carne, hablar y distraerse, por lo que, junto a celulares y billeteras, se deben dejar libros, bolígrafos, cuadernos, cámaras, radios y en general todo lo que implique concentrarse en cosas ajenas a la meditación. El voto de silencio (“noble silencio” es su nombre oficial) empezará a las 8:00 de la noche. Pero antes, luego de finalizar las inscripciones, hay tiempo para conocer a los otros alumnos, familiarizarse con el sitio y probar nuestra primera comida vegetariana, que en esta ocasión consiste en sopa, ensalada, arroz y jugo.
Luego, nos reunimos en un salón auxiliar para oír en un equipo de sonido las palabras de bienvenida y las primeras instrucciones de Satya Narayan Goenka, gran maestro de la técnica Vipassana que falleció en 2013. Y aunque la grabación dura cerca de una hora, sigo sin entender qué va a pasar. Después de la charla, empieza la segregación de sexos y suena un gong. A partir de ese momento, marcharemos al ritmo del gong y de la campana: gong, para ir a meditar; campana, para ir a comer o a descansar.
En la noche medito sin saber qué estoy haciendo dentro de un salón junto a 120 desconocidos —mujeres a la derecha, hombres a la izquierda—, todos guiados por Arthur Nichols, profesor norteamericano que habla (casi) perfecto español y que viaja por el mundo dando cursos de Vipassana. Durante una hora estoy sentado sobre la lona número 28, que será la mía durante todo el curso, con los ojos cerrados y fingiendo que me concentro. De inmediato descubro que la cabeza no para y que los pensamientos, recuerdos y anhelos entran y salen con tanta rapidez que no pueden digerirse. Pensar es una desgracia.
Luego, a las 9:00, suena la campana para ir a descansar. Me tocó el cuarto con Alfredo y Jesús. El primero, debutante como yo; el segundo, asistente por tercera vez.
Día 2. Domingo
Suena el gong. Primero se siente lejos y uno cree que está soñando, pero al tercer golpe se sabe que son las 4:00 de la mañana y que hay que ir a meditar. No es obligatorio bañarse a esa hora, pero mejor salir del trámite de una vez. Durante todo el retiro, Jesús será el primero en usar el baño, luego Alfredo, luego yo. Media hora después, estamos todos en el salón. Aún está oscuro, no se ve nada; nadie habla, así que tampoco se oye nada, ni los gallos, que empezarán a cantar 45 minutos después. Ver a más de un centenar de personas ahí sentadas en silencio es muy raro. Uno empieza a reconocerlas por la pinta que llevan, por el cojín que usan, por el número de la lona, pero ni idea quiénes son, qué piensan ni cómo suenan sus voces. Esta primera sesión durará hasta las 6:00 de la mañana, hora en la que sonará la campana para ir a desayunar avena, granola, pan integral, fruta, café, té y agua aromática. Nos distribuyen en mesas de cuatro, también separados de las mujeres. Los puestos son fijos, así que nos veremos las caras los mismos sin decirnos nada, tratando de adivinar quién es ese que tenemos al frente. Después, el último día, sabré que compartí todas las comidas con Daniel, de Pereira, Rafael, de Bogotá, y Álvaro, de Cali.
Domingo o viernes, todos los días serán iguales: jornadas de 17 horas —de 4:00 de la mañana a 9:00 de la noche—, once de ellas meditando, ya sea en la habitación o en el salón con los demás. Desayuno a las 6:00 de la mañana, almuerzo a las 11:00 y merienda a las 5:00 de la tarde, aunque esta última comida es solo para los estudiantes nuevos. Los repitentes almuerzan a las 11:00 y no comen nada durante el resto del día, salvo té; la merienda para los debutantes incluye dos galletas integrales y una fruta, que podremos escoger entre banano, manzana, mandarina o pera. Al final de cada comida nos esperan dos poncheras para lavar la loza y volver a ponerla en el lugar de la mesa que nos corresponde.
En la primera jornada siento desespero y hambre, solo días más tarde entenderé que no es tan grave y que viviendo el aquí y el ahora se puede salir de lo que sea. Cuando pienso que acabo de empezar y que todavía falta más de una semana de lo mismo, me dan ganas de salir corriendo. Luego recompondré el rumbo y me concentraré en la respiración, que es el clave de la vida. Todo un mundo afuera y uno pensando once horas en el hilo del aire que entra y que sale por las fosas nasales. Las instrucciones son no controlar la respiración, solo observarla y aceptarla tal cual es. Cuando se logra, el mundo se vuelve un lugar sereno, pero cuando la cabeza empieza a jugar con imágenes y recuerdos, vuelve a ser el caos de todos los días. Respirar y no salir corriendo, esa es la clave del día uno. Eso, y no morir de hambre.
Día 3. Lunes
El desespero no pasa, aunque las ganas de escapar sí disminuyen. Estamos en una especie de cárcel de mínima seguridad donde cualquiera puede irse cuando le plazca, pero ninguno vino acá a desertar al tercer día. Ninguno, salvo el que está delante de mí, el de la lona 22, que no llegó a la meditación de las 7:00 de la mañana. Un par más huirá a lo largo de los doce días, pero el resto terminará la misión. Mientras más se logra aquietar la cabeza y sentir la respiración, menos importa lo que está afuera de los límites del centro de retiro. De hecho, ya no me hacen falta el celular y la billetera. En las sesiones de meditación, cuando me distraigo, observo los cojines de las personas. Hay de todo: desde el engallado, con espaldar incluido, hasta el que llegó con uno muy delgado que no se ve nada cómodo. Igual, con el pasar de los días todo el cuerpo dolerá tanto que ningún cojín se sentirá cómodo y será incluso más placentero sentarse directamente sobre el suelo.
Entre meditación y meditación, analizo la ropa de la gente. Está el que se toma el asunto muy en serio y viste camisas largas sin cuello, como si acabara de llegar de Nueva Delhi, y el que trajo ropa como para ir a la ciclovía. Hay también mucho Croc. Yo me incliné por ropa de algodón muy cómoda y sandalias tres puntadas. Si lo miro bien, al final del retiro me habré pasado casi dos semanas en piyama, todo un lujo. También en los descansos aprovecho para recorrer el lugar. Está en la cima de una colina que tiene visión de 360 grados sobre el valle y está lleno de frutales, en especial mandarinos. Después de cada comida me robo una fruta para calmar el hambre. He roto una promesa.
Día 4. Martes
Bien podría ser miércoles, porque ya la cuenta de los días se ha perdido. La cabeza sigue inquieta, pero un poco domesticada, y ha empezado a soltar respuestas, lo que quiere decir que tantas horas sentado sobre un cojín sin saber qué hacer han empezado a dar sus frutos. Ya soy muy consciente del aire que entra frío y sale caliente, y de cómo mueve los pelos de la nariz. Antes de cada meditación, el profesor Nichols, sentado sobre un altar de manteles blancos, ha puesto una grabación con instrucciones de S.N. Goenka, que van explicando lo que hay que hacer. Aun así, todo es muy instintivo y ningún cuerpo recibe las órdenes de la misma manera. A esta altura lo único que tengo claro es que el resto del mundo no existe y que con la respiración puedo olvidar todo: desde los dolores del cuerpo hasta la tristeza por el pasado y la ansiedad por el futuro. Nos están aleccionando para que entendamos que al ser conscientes del cuerpo se toma conciencia también de la vida, del mundo, y así podemos liberarnos del apego, es decir, de lo que causa desdicha. Los estudiantes que tengamos dudas podemos hablar con el profesor todos los días a las 11:15 de la mañana y después de 9:00 de la noche.
Día 5. Miércoles
El cuerpo duele mucho y faltan horas de sueño, por lo que el gong ya empieza a enzorrar. En las sesiones de meditación nos piden que reduzcamos la zona de atención. Ahora solo nos concentraremos en cómo golpea la respiración en el triángulo de piel que está debajo de la nariz, pero sin intentar controlarla. La idea es solo sentir para aceptar las cosas tal y como son. Siento que me voy a chiflar. La cabeza sigue indómita. Hacen falta el sofá y el televisor de la casa, también comerse un buen pedazo de carne. Pero algo pasa ese día a las 6:00 de la tarde. Después de concentrarme durante horas en por qué siento tanta ansiedad, he empezado a pensar en dos cosas que me obsesionan de mi vida: las casas donde he vivido (18 en total) y las mujeres con las que he estado. No me pregunten cómo funciona la cabeza y de qué manera se conectan los pensamientos, pero llego a una conclusión que, aunque parece obvia, me tomó décadas encontrar y resultará determinante: mientras no perdone a mi madre por lo que creo que me hizo, nunca podré encontrar estabilidad emocional y domiciliaria. Siempre lo supe, lo sentía, lo intuía; solo necesitaba articularlo para poder lidiar con eso.
A pesar de que eso de “lo que creo que me hizo mi madre” suene a tragedia, con los años he descubierto que no es nada extraordinario, y que en algún momento todas las madres han sido duras con sus hijos. Mi madre es una mamá promedio y me quiere, solo que cometió errores que me marcaron de por vida, y de paso a ella. Antes, creía que mi tartamudeo no tenía nada que ver con eso. Ahora que lo miro bien, aunque no puedo decir que ella sea la culpable, creo que el mal manejo que, junto a mi padre, le dio al tema, sí tiene mucho que ver con mi defecto del lenguaje, que se manifestó a los 5 años. Con esa revelación en la mano, los días venideros serán menos agitados. Tengo toda la disposición para realizar la purificación que vine a hacer.
Día 6. Jueves
El noble silencio ya hace parte de uno y cada vez que alguien cercano lo rompe, genera incomodad. Con la idea de mi madre en la cabeza durante los descansos, en las jornadas de meditación logro concentrarme en mi cuerpo y en mi mente, siempre como un observador y no como dueño de ellos. Y aunque a esta altura el cuerpo me sigue doliendo —ni la cama más cómoda me trae alivio y me cuesta mantener cualquier postura durante más de 20 minutos—, la ansiedad ha bajado. Camino sin afán, me muevo lento y estoy muy pendiente de mi respiración. Ya no solo como más despacio, sino que no me da hambre. He dejado de robar mandarinas: el pan del desayuno, la sopa, el arroz y la ensalada del almuerzo y las galletas de la comida son más que suficientes. Enfrentarme a mi cabeza me ha servido para hallar paz y para perder peso. Al retiro llegué en 82 kilos, saldré en 77.
En cuanto a la meditación, hoy dejamos de concentrarnos en la respiración para empezar a hacer un recorrido por todo el cuerpo: de la cabeza a los pies y de vuelta a la cabeza, nuevamente sin intentar controlar las sensaciones, solo siendo conscientes de ellas. Cara, brazos, manos, tronco, piernas, pies, todo de arriba abajo y de regreso. No importa si se siente calor, frío, palpitaciones, dolor, entumecimiento, cosquilleo, picor, solo hay que observar, no controlar. Y sobre todo, no hay que generar aversión o anhelo por dichas sensaciones, porque rechazar y desear es lo que nos hace infelices. La clave de la sanación es entender que todo en la vida, todo, tiene una sola cosa en común: surge y desaparece, así que no vale la pena reparar en ello. El concepto de surgir y desaparecer de las cosas del mundo nos lo repiten como un mantra todos los días.
Día 7. Viernes
¿Ha oído la frase “es viernes y mi cuerpo lo sabe”? Acá no se sabe nada y ya ni el clima importa. Los primeros días fueron nublados, con lluvia, pero desde ayer el sol ha querido salir. Eso es lo único que sabemos, porque la atención se va en meditar y en no ceder ante la debilidad de la mente. Hoy he descubierto que el amor es la clave de todo. La falta de amor hacia mí se traduce en la falta de amor hacia el mundo, por eso sé que debo ser bondadoso, compasivo y paciente conmigo para poder serlo con los demás. También entiendo que solemos confundir amor propio con ego, y que el ego no es otra cosa que miedo, un monstruo insaciable que hace que las personas perdamos la perspectiva de todo. Algo anda mal cuando una persona es considerada exitosa porque le va bien profesionalmente, a pesar de que emocionalmente es un desastre.? Seguimos recorriendo nuestro cuerpo, observando lo que pasa en él. Aunque edificante, pasarse once horas diarias en esas puede hacerle perder el control a uno. En la zona del tronco la energía no fluye por la cantidad de miedo que cargo. Estoy lleno de miedo a vivir, a respirar, a encarar a la gente, a mis amigos, al trabajo, a hablar. Me siento menos que los demás, y aunque mido 1,86, me miro al espejo y me veo pequeño. No sé cómo he llegado hasta aquí con tantos ladrillos al hombro. Me pesa el pecho. En el resto del cuerpo, en cambio, siento un cosquilleo homogéneo que se mueve libremente y que me genera placer, aunque sé que no debería. Es una sensación que siempre ha estado ahí, pero que la vida misma, con todas sus distracciones, me había impedido sentir.
Día 8. Sábado
Cualquier sonido se percibe: un avión pasa a lo lejos, un perro ladra, alguien tose. Parece una película de suspenso en la que algo va a pasar, solo que nunca pasa nada. Hay tanta calma que cualquier hecho es motivo de atención. Un par de días atrás se metió una araña a la sala de meditación y la sacaron entre tres. Esta mañana se dañó la bomba del inodoro de mi baño, por lo que el depósito de agua no se llenaba, y lo arreglé armado de paciencia y de valor; yo, que en mi casa no cambio un bombillo. Me siento feliz, me siento un hombre. Sin dejar de trabajar en mí, me fijo más en las mujeres del retiro. Es increíble, pero aunque siempre han estado cerca no he reparado en ellas, y eso que están en piyama. Ahí entiendo el sentido de separar los géneros. Sin la idea de sexo presente, la cabeza funciona mucho mejor.?Cada día me cuesta más conciliar el sueño. Aunque a este ritmo de meditación cualquiera está cansado a las 9:00 de la noche, los pensamientos que me pasan por la cabeza durante el día siguen dándome vueltas en la noche. Una vez más, la respuesta está en la respiración. Basta con dejar de pensar y respirar para dormirse en cuestión de minutos.
Día 9. Domingo
Este ha sido el día más difícil de todos, y no por la meditación, sino porque hay fiesta en la vereda. La música empezó desde temprano, luego vinieron los concursos de agarre el marrano aceitado y suba el poste, las rifas, los grupos musicales y los anuncios de venta de lechona y carne asada; todo un crimen para un grupo de gente que lleva más de una semana sin probar carne. Con tanto ruido es fácil desconcentrarse y pasar de la risa a la incomodidad. Sin embargo, resulta un reto inmejorable para poner a prueba los avances de la mente. Y aunque tratamos de ignorar lo que afuera pasa, muchos perdemos el control cuando advierten por micrófono que la lechona ya no cuesta 6000 sino 5000 pesos. Al final, todo esfuerzo resulta inútil, el noble silencio se ha roto.
Día 10. Lunes
"No entres ahí”, me digo cada vez que la cabeza amenaza con sacar pensamientos que me generan desdicha. No es que los esté evitando, solo trato de concentrarme en la respiración y en el aquí y el ahora para poder controlarlos. Nos piden que meditemos no solo las once horas de antes, sino las 17 que estamos despiertos. No importa si estamos comiendo, bañándonos o caminando, tenemos que estar alerta a todo. Así, cuando tomo agua siento cómo pasa por los labios y baja hasta llegar al estómago. Si camino, siento que las ondas de mis pasos empiezan a subir en la planta de los pies y terminan en los hombros. Hasta las articulaciones se sienten diferentes. Nos han pedido que atravesemos el cuerpo en busca de sensaciones, por lo que ya no solo tengo cosquilleo en la parte externa del cuerpo: el hormigueo está ahora en los huesos, en los órganos internos. Esas cosquillas incesantes no son otra cosa que la decadencia del cuerpo, que nos recuerda que todo surge y desaparece. Resulta sobrecogedor haber estado tan ciego durante tantos años. Y sé que no debería, pero siento orgullo de estar atento a todo. El cuerpo también está agitado, porque mañana será el último día. No hemos sobrevivido a la prueba aún, pero estamos cerca.
Día 11. Martes
El gong para meditar suena a música. Ya se acaba esto y es un alivio. A falta de un día para irnos, la cama está siempre caliente y la toalla ya no seca sino que ensucia. La casa hace falta. Es cierto que seguiremos meditando durante todo el día, pero el “noble silencio” se acabará a las 9:00 de la mañana. Lo chistoso es que una vez son las 9:00, nadie habla, como si nos diera miedo. Un hombre dice de repente “¿cómo les fue?” y es como si destaparan un tubo obstruido. El ruido regresa. Nos devuelven las billeteras y hacemos las contribuciones. En Vipassana no se cobra un precio fijo, cada persona aporta de acuerdo a lo que tiene o a lo que siente que le sirvió el curso. Ese día, salvo en las horas de meditación, hablamos entre todos hasta las 11:00 de la noche. Y aunque seguimos en retiro, nos volvemos a sentir terrenales. No sabemos cuánto da cada persona, pero nos enteramos, gracias a un tablero, de que los gastos operativos de un curso de estos ascienden a 20 millones de pesos.
Día 12. Miércoles
Igual nos despertamos a las 4:00 de la mañana y meditamos hasta las 6:00. Después, nos dan una charla de cierre en la que nos recomiendan meditar por nuestra cuenta dos horas todos los días. También nos sugieren que hagamos un retiro de este tipo al menos una vez al año y que les repartamos amor a todos los seres vivos. Desayunamos como de costumbre y luego, en equipos formados previamente, limpiamos y organizamos los cuartos, la cocina, el comedor y los baños. A eso de las 9:00 de la mañana se empieza a ir la gente. Resulta raro volver a ponerse jeans y zapatos. Además, uno está tan sensible y lleno de paz que da miedo enfrentarse al mundo, tan corrupto. Aunque más que miedo, genera sorpresa saber que pasaron doce días y el planeta no se cayó. Es un alivio saber que uno no es indispensable y que la vida sigue.? Siempre pensé que cuando saliera del retiro comería desaforado carne y helado de chocolate y le haría el amor a mi mujer muchas veces. Nada de eso. Esa noche cocinamos pasta, no compramos postre y hablamos, solo hablamos, hasta las 4:00 de la mañana. No creo en doctrinas, solo en lo que me sirve, y a mí ese retiro me sirvió, incluso lo repetiría. Y aunque sé que estoy lejos de ser perfecto y sigo en un proceso que nunca va a terminar, puedo garantizarles que un hombre mejor camina entre ustedes.