31 de diciembre de 2013

Testimonios

Cómo es perder los dedos

En 2002, como dice el aforismo, todos los males llegaron juntos: inauguré el año con un accidente en el mar del que casi no sobrevivo, me descubrieron un quiste de amebas y en diciembre ocurrió el atentado que me dejó con dos dedos y medio menos.

Por: Germán Vargas Lleras

El primer incidente tuvo lugar en la isla de San Martín. Estaba de vacaciones con mi hija, y un día, mientras nadábamos, tuve la mala fortuna de que me cogiera una corriente de agua que me estrelló contra el fondo del mar. El golpe fue tan duro que tuve un desprendimiento de la llamada cara del cráneo, lo que en términos médicos se denomina Le Fort. En el centro de salud de la isla no tenían los implementos necesarios para atenderme, así que mi familia logró llevarme de urgencias a Bogotá, donde me operaron. Después de 12 horas de cirugía, salí con la cara llena de unas placas de hierro y platino que aún conservo.

Al poco tiempo, después de haber sido elegido senador de la República en los comicios de marzo, tuve que ingresar nuevamente a la clínica, pues me encontraron una pelota enorme en el hígado que resultó ser un quiste amebiano. La sentencia: un mes y medio de hospitalización.

Y como si lo anterior fuera poco, llegó ese nefasto 13 de diciembre. Ese día finalizaban las sesiones del Congreso y, al término de estas, hacia las 7:00 de la noche, subí a mi oficina para dejar listas algunas cosas. Sobre la mesa del escritorio encontré lo que parecían unos regalos de Navidad, dos de los cuales recuerdo vivamente: un libro grueso de Ana Mercedes Hoyos, que resultó ser mi tabla de salvación, y, debajo del mismo, una agenda cuyo remitente era mi mujer, Luz María Zapata.

Tomé primero el libro y, por cosas de la vida, lo apoyé en las piernas, recostado sobre el abdomen. Luego cogí la agenda. Ya no me acuerdo de qué color era ni cómo venía empacada, solo sé que me causó curiosidad el hecho de que Luz María me enviara un regalo a la oficina. Y cuál sería mi sorpresa cuando la abro y ¡pum!, explota entre mis manos.

Antes de contar lo que pasó después, vale la pena relatar la forma tan absurda como el artefacto explosivo llegó hasta mis manos. Es cierto que para ese entonces y durante varios años yo había estado sometido a amenazas: primero, cuando tuve la responsabilidad de tramitar la ley que restablecía la extradición y, luego, con la reglamentación de las leyes de extinción de dominio. Esas amenazas se agravaron tras unos sonados debates que adelanté en el Congreso contra la zona de distensión de El Caguán.

Hasta ahí no hay nada raro. Lo inaudito ocurre cuando llega una agenda remitida por mi mujer a la portería de un apartamento en el que yo ya no vivía y el mensajero la recoge, atraviesa en un bus buena parte de Bogotá hasta llegar al Congreso e ingresa a este, como Pedro por su casa, con un paquete lleno de explosivo C-4 (después del TNT, uno de los más poderosos), que pasa todos los controles de seguridad y que es puesto sobre mi escritorio por el mismo mensajero como si se tratara de cualquier correspondencia. Eso nunca lo voy a terminar de entender.

Y ahí entro yo en escena. Puedo decir que, aunque todavía los tenía, me faltaron dos dedos de frente para no haber sospechado de un paquete remitido al apartamento donde no vivía, por la mujer con la que sí vivía y quien jamás me hubiera mandado una agenda un 13 de diciembre a la oficina.

El caso es que explotó. Solo recuerdo un ruido demencial, un dolor infinito y mucha sangre. Mi mano derecha quedó, literalmente, colgando de un hilo y los dedos meñique, anular y parte del medio volaron en mil pedazos. El libro de Ana Mercedes, que aún conservo lleno de esquirlas, me protegió el pecho y, creo yo, impidió que parte del explosivo llegara a la cara, aunque igual me la quemé, como me quemé el cuello y el resto de los brazos.

El ruido hizo que dos de las cuatro personas de seguridad que tenía en ese momento entraran a la oficina y, aterrorizadas, me practicaran una especie de primeros auxilios. Aunque la situación era crítica y muy impresionante, en ningún momento perdí el conocimiento. Me pusieron un torniquete improvisado (el mayor miedo era que me fuera a desangrar) y decidieron llevarme de inmediato en mi carro a la Fundación Santa Fe.

La ruta que tomamos fue la Circunvalar. Pasé una media hora absolutamente eterna y angustiosa entre el trancón de la ciudad. Lo siguiente que recuerdo es haber estado varias horas en la Fundación antes de ser intervenido y, luego, meses de convalecencia. El dolor, que resultaba insoportable, lo conjuraba inicialmente con morfina. Una vez suspendido este medicamento, padecí por mucho tiempo de los llamados dolores fantasma, que son internos y ocurren cuando las heridas ya han cicatrizado. Por cierto, la mejor cura para esas heridas fue la caléndula.

Todavía agradezco al equipo de médicos, encabezado por el doctor Ramón de Bedout, pues no entiendo cómo me salvaron la mano derecha a pesar de que, además de venir colgando, tenía incrustado un espiral de PVC en el antebrazo que por poco me cercena el brazo entero. Lo más increíble es que tengo plena funcionalidad y sensibilidad en esa mano y el único vestigio del suceso es una cicatriz de unos diez centímetros en la muñeca.

Y así como pasaron esas cosas increíbles, como lo fue también el hecho de que la carga no explotara en su totalidad —no estaría contando esta historia—, la mayoría es un absurdo. El más grande de ellos es que, a la fecha, no haya ningún responsable del hecho, y aunque en dos oportunidades fueron capturadas personas, ninguna fue condenada.

Once años después, mi vida es absolutamente normal. No tengo ninguna limitación ni para practicar deportes ni para nada. Jamás tuve preocupación por la parte estética, pero sí recuerdo un hecho simpático: la compañía de seguros quiso que ensayara una prótesis de dos dedos, que me fue enviada por correo desde Francia y luego incautada por la Dian. Cuando fui requerido para pagar las multas por el envío, la cifra ascendía a un monto superior a los 25 millones de pesos, que no estaba dispuesto a pagar por dos dedos de plástico. Hoy no me imagino lo incómodo que sería tenerlos, así que allá, en los anaqueles de la Dian, están incautados y muy bien guardados.

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